Apenas unos días separan de la festividad de la Inmaculada Concepción y del 42º aniversario de la Constitución vigente en nuestra Patria. Esta circunstancia se presta de modo muy especial a un análisis del alcance de la responsabilidad temporal patente en nuestra Fe. Desde los primeros tiempos del Cristianismo, hay una constante presente en todas las herejías: la separación entre las dimensiones espiritual y material del mensaje evangélico. Frente a este error, la interpretación católica siempre ha resaltado la interrelación entre ambos planos.
El día de la Inmaculada debe ser, dentro de las condiciones que determinan nuestra definición como españoles, un factor esencial representado por nuestra vocación católica. La Fe verdadera ha trazado nuestra acción histórica en el curso de los últimos quince siglos. A partir de la cual debe forjarse cualquier proyecto viable hacia el futuro.
García Morente afirmaba en Idea de la Hispanidad: «En nuestra España, la nación y la religión son una y la misma cosa, una y la misma esencia, de tal suerte que dejar de ser católica equivaldría para España a dejar de ser hispánica […]. Si fuera posible que España, alguna vez, dejase de ser católica, España habría dejado de ser España, y sobre el viejo solar de la Península vivirían hombres que ya no podrían, sin abuso, ser llamados españoles».
Nosotros tenemos asumido el doble compromiso de católicos y españoles. Hallamos las bases de nuestros esquemas programáticos en la reflexión sobre la realidad planteada ante nosotros. Partimos el acervo proporcionado de los pensadores que han configurado el ideario tradicional, así como desde la Doctrina Social de la Iglesia.
Estas premisas nos sitúan frente a una ley fundamental que proclama su laicidad. Este viejo principio liberal ni siquiera es atemperado por una vaga declaración del propósito de establecer relaciones de colaboración entre la Iglesia y el Estado. Por el contrario, el reconocimiento legal otorgado a los ya asumidos divorcio o aborto, por limitarnos a señalar sólo dos de los aspectos claramente contrarios a la Fe, bastan para afirmar que la Constitución de 1978 se opone a los mandamientos de la ley divina.
Nuestra actitud nos coloca, pues, en la obligación de la lucha por la fundación cristiana de las instituciones temporales. Aunque no hay un programa político concreto en las Sagradas Escrituras o en los documentos papales, extraemos de ambas fuentes las pautas para la determinación de una línea de una política íntegramente católica. La responsabilidad política de los seglares consecuente con estas creencias, constituye una misión insustituible, como recordó Pío XII, en 1947, en circunstancias sustancialmente análogas a las actuales.
La tarea que proponemos reviste tanta más urgencia e importancia, en cuanto comprobamos la deriva que toman los destinos de nuestra patria. Algunas formaciones emergentes se presentan ofreciendo una pretendida opción válida a las aspiraciones católicas, dentro del marco de parámetros liberales. Sin ni siquiera plantear la superación de oposiciones imposibles entre los principios de la política cristiana y los errores triunfantes en el mundo moderno. Formaciones que preferieren tomar, una vez más, salidas oportunistas.
Unas veces, los católicos corren el riesgo, de consecuencias estériles, de la consideración del mal menor. Otras, sin remedio, obtienen el descrédito como aútentica y eficaz solución de los males que nos acucian. Una vez más, nos encontramos con un puesto desierto, que, sin lugar a dudas, corresponde necesaria y providencialmente a la Tradición.
La Tradición encara la exigencia de dar una respuesta global y señalar un objetivo a los interrogantes sociopolíticos del Pueblo de Dios. Con el fin de alcanzar tanto el bien particular como el bien común de la Patria.
José Gabriel de Armas, Círculo Tradicionalista Roca y Ponsa.