Las consideraciones sobre el concepto de tradición son bien conocidas. Siguiendo a Álvaro d´Ors, en el esquema del tradens y el accipiens, el papel activo —contra lo que pueda parecer— recae en el que recibe, pues de él depende la custodia del legado para su perfección, y posterior transmisión, o su traición. La tradición, de esta manera, constituye un patrimonio actualizado de aquello que conviene al bien del hombre, esto es, al cumplimiento de su fin intrínseco. Por su propia naturaleza, la tradición recibe su protección a través del deber de piedad, concretamente de la obligación de mantener constante la cadena de los siglos, que diría Mella, integrada por los que nos precedieron.
Además de esta dimensión natural, tras la Redención de Nuestro Señor el orden de la gracia entra en relación con el orden natural; la Revelación nos enseña que sin la gracia nada podemos hacer, esto es, no es posible cumplir con el fin intrínseco de cada hombre en tanto que su dimensión natural se subordina a la sobrenatural. Por ello, la tradición en tanto que patrimonio actualizado de aquello que conviene al bien del hombre encuentra dos dimensiones, una sobrenatural —fuente de la Revelación para la Iglesia— y otra natural. Estas dos dimensiones del fin del hombre nos permiten hablar de dos dimensiones de la tradición, pues ésta segunda es operativa al primero; pero, al igual que el hombre tiene un fin —pese a sus dimensiones—, la tradición es una —pese a sus dimensiones—. La razón de ello es que la incisión de la gracia no es ajena a la naturaleza, sino que la segunda es perfeccionada por la primera, sin ser destruida. La contradicción de una de las dimensiones no deja de tener efectos en la otra. Así, al igual que no tiene sentido ser muy devoto e incumplir la ley natural, tampoco lo tiene atender a la tradición de la Iglesia y renegar de la tradición natural.
Frente a la distinción —no separación— propia de la doctrina clásica, encontramos la tentación teologista, en palabras de Elías de Tejada. El teologismo es una actitud que ve en la presuposición de la naturaleza por parte de la gracia una humillación a la divinidad. Olvidando que el autor de la naturaleza es el mismo Dios, el teologismo divide los órdenes natural y sobrenatural creyendo, así, subrayar la grandeza divina. Ejemplos del teologismo pueden verse en el nominalismo —filosóficamente hablando— y en el protestantismo —teológicamente hablando—.
La irrupción de la modernidad —entendida en sentido teorético, no cronológico— supuso, con las rupturas previas que alumbraron a Europa, la institucionalización de la traición a la tradición recibida, en el plano natural. Posteriormente, el desolador panorama que propició el II Concilio del Vaticano puso en jaque el papel de la tradición católica en la propia Iglesia, a través de enjuagues hegelianos tales como la «tradición viva». Esta traición estructural en todo orden despertó la reacción —no meramente negativa, sino negativa en tanto que afirmativa de lo dado— ante las innovaciones revolucionarias.
El problema que se va apreciando a medida que pasan los años es que el teologismo, que estuvo en la base del desmoronamiento original, asoma de nuevo sus zarpas. Así, se procede a la separación —no distinción— de tradición católica y tradición política con argumentos típicamente teologistas. Esto esconde un peligro añadido. La separación del teologismo se fundamentaba en una concepción negativa de la naturaleza, con evidente sabor gnóstico. Ahora, la separación de tradición católica y tradición política adquiere, de nuevo, su impronta gnóstica, lo cual es claramente apreciable en lo referente a la Misa tradicional. La Misa tradicional se convierte en bandera común de todos, en causa de unión —resuenan de nuevo las tentaciones clericales decimonónicas tales como «la religión une, la política divide»— frente a las heterogeneidades «políticas». Esta concepción desliza su peligro gnóstico al ver en la tradición católica una suerte de conocimiento escondido que se constituye en altar sobre el que merecen ser inmoladas todas las realidades que atenten contra una unidad —supuestamente estratégica—, incluida la tradición natural y política que le da sustento. Se llega a extremos irrisorios, que proclaman, por ejemplo, la realeza social de Cristo y asumen la revolución política.
La renuncia de una parte del mundo de la tradición católica a un fundamento en la tradición política evidencia su incorrección continuamente. El rechazo, sea «estratégico» o ideológico —erróneo en ambos casos por motivos diversos—, produce un vacío sustantivo sobre el que afloran las ideologías más perniciosas, contrarias a la propia tradición política. Fenómenos como el comunitarismo, el romanticismo, el identitarismo, etc., se hacen tristemente presentes en el mundo de la tradición católica y, frente a este rechazo ideológico del orden natural, el rechazo «estratégico» calla, abducido por tentaciones numéricas con cierto sabor hegeliano, esto es, efectivista.
Frente a los ideologizados, hemos de señalar que son las ideologías alumbradas por el racionalismo moderno las que han desvencijado no sólo el régimen de Cristiandad, también la crisis de fe intraeclesial. Frente a los «estrategas», conviene asomarse al panorama actual. El ostracismo canónico de la tradición católica en ambientes eclesiales crece por días, de lo que se deduce que sus tácticas de disimulo ante los prelados no han dado buenos resultados. Por otro lado, sus silencios ante las ideologías que nutren el vacío del orden natural acaecido por la absurda separación -no distinción- entre tradición católica y política es ocupado por ideologías perniciosas que, a la vez, arman los prejuicios de los pastores a los que se pretende convencer.
La distinción entre las dimensiones de la tradición no sólo es conveniente, sino necesaria. Forma parte de la historia de la Iglesia la no confusión entre los órdenes mencionados. La separación acaecida en los últimos años, a mi juicio, conlleva, en última instancia, a la ideologización de la tradición, pues ésta se torna disponible para el accipiens según sus juicios particulares y circunstanciales. A esto llamamos la traición del accipiens.
Miguel Quesada/Círculo Hispalense
Deje el primer comentario