El legitimismo, o, si queremos prescindir de los -ismos, la lealtad a la dinastía legítima (de origen y de ejercicio), es hoy muy mal entendida. En la propaganda oficial y en los libros de texto con los que casi todos hemos estudiado se suele identificar con el absolutismo o con una obsesión enfermiza por los enredos palaciegos. Lejos de ello, el auténtico legitimismo es uno de los tres componentes esenciales del carlismo, como sintetizó Francisco Elías de Tejada. Recordémoslo brevemente: el carlismo es simultáneamente una bandera dinástica, una continuidad histórica profunda —la continuidad venerable de las Españas, que combate la agresión secularizadora del liberalismo— y una ortodoxia política. Pero sería un error ver estos tres componentes como compartimentos estancos, como elementos separados o escindibles. Pues en el carlismo, que por su esencia pertenece al mundo antiguo, todo está íntimamente imbricado. Si se prescinde, se orilla o se exagera uno sólo de estos tres elementos, el carlismo no es que quede mutilado, es que queda enteramente desleído, desnaturalizado. Por tanto, conviene reflexionar un poco sobre esta lealtad.
La lealtad a los reyes legítimos es, en primer lugar, un deber de justicia. Esto es muy difícil de aceptar para nuestra mentalidad moderna y pragmatista. Arrastrados por esa mentalidad, la inmensa mayoría de nuestros contemporáneos confunden hegelianamente realidad con efectividad, piensan que los hechos consumados, solamente por estarlo, ya son indiscutibles; hay que aceptarlos, partir de ellos como premisa. Que cuando una injusticia es coronada con el éxito adquiere por ello carta de naturaleza jurídica (afirmación ésta explícitamente condenada como proposición 61ª del Sílabo de Pío IX). Las sucesivas derrotas bélicas y políticas de los leales a la dinastía legítima confirmarían que estos estaban y están fuera del «sentido de la historia». La usurpación liberal habría quedado ya convalidada, ratificada, y combatirla sería propio de necios, de cabezotas, de fanáticos cerriles anclados en el pasado oponiéndose al idolatrado Progreso.
Pero en segundo lugar, además de ser un deber de justicia y de piedad, la experiencia histórica demuestra que la lealtad a los reyes legítimos es importantísima por varios motivos más. Aquí sólo recordaremos unos pocos.
1º.- La defensa del principio monárquico, de la monarquía católica tradicional, no puede quedar encerrada en lo meramente especulativo, en el mundo platónico de las Ideas. Las instituciones encarnan en personas concretas, de carne y hueso, que las representan. Frente al artefacto del aparato estatal, mecánico, burocrático, neutral, el mando político en las monarquías exige de una adhesión personal, concreta, hasta el punto de quedar perfectamente identificada la potestad política con la persona del Rey. Sin el elemento legitimista no hay afirmación política concreta ni eficaz; el carlismo quedaría reducido a otra de sus caricaturas, tal vez más insidiosa: no pasaría de ser una agrupación más o menos devota o folklórica. Nos dedicaríamos únicamente a promover peregrinaciones o a danzar nuestros bailes regionales, todos ellos muy hermosos, pero sin contenido político ninguno.
2º.- En el mejor de los casos, un tradicionalismo no legitimista sería una mera escuela de pensamiento (un think tank, como dicen los cursis). Pero es que además, y esto es una constatación, los grupos que históricamente han ido incurriendo en la deslealtad dinástica y que abandonaron la disciplina de la Comunión Tradicionalista, no tardaron (como de hecho puede comprobarse) en contaminarse doctrinalmente, erosionando los demás principios, o asimilando ideas y actitudes propias del clericalismo, del democristianismo, del conservadurismo. Van reduciendo su campo de acción a la defensa de la familia, a la llamada defensa de la vida, al combate contra las aberraciones sexuales o la ideología de género, e incluso a asuntos todavía más parciales y aislados. Pero la visión de conjunto, del orden político católico en su integridad, tiende a desaparecer, y con ello se hacen frecuentes los posibilismos y las transacciones, el desnortamiento operativo, la volatilización de la prudencia política y la elección arbitraria de compañeros de camino non sanctos, de todas razas y pelajes. El legitimismo, por el contrario, corona y garantiza la ortodoxia; como dijera Álvaro d’Ors, es como un precinto de pureza doctrinal: sin concesiones al liberalismo, al estatismo, al nacionalismo ni a ninguna otra ideología.
3º-. El tercer y último motivo que aduciré hoy para entender la importancia del legitimismo nos lo da el propio Elías de Tejada. El maestro extremeño explicaba que la bandera dinástica fue el banderín de enganche del carlismo; en derredor de Don Carlos se reunió lo mejor de la Tradición política española. Y conviene no instrumentalizar la lealtad, pero es cierto que la continuidad de la dinastía legítima fue históricamente lo que dio origen y lo que ha dado larguísima pervivencia al carlismo, durante ya casi dos siglos. Sin legitimismo se tiende al folclorismo, a las ideas vagas, inconcretas, al historicismo. El pueblo carlista se identificaba con la adhesión personal a su Rey; incluso cuando se carecía de gran formación, esa adhesión, esa lealtad personal, le ha dado un empuje enorme que ha facilitado su continuidad hasta nuestros días. El Rey es el órgano, la institución, el poder entrañable —diría Marrero— que guarda y transmite la tradición política de generación en generación. Pues el pueblo carlista, aunque siempre ha contado con sus pastores y con sus sabios, no siempre es dado a pararse en distingos y disquisiciones teóricas; sin embargo, es tan fiel a sus reyes como éstos lo son a la Causa, a las ideas que defendían y defienden.
Por eso se ha podido decir que si ambas comenzaban en el trono, sin embargo la dinastía liberal terminaba en la puerta del Palacio, mientras que la dinastía legítima llegaba al interior de los hogares españoles. Aquélla no tenía pueblo, pues como explica magistralmente don José Miguel Gambra: «con su conciencia cargada de concesiones y omisiones, cuando no de traiciones, son incapaces de recibir leal adhesión por parte de nadie y, por eso, siempre tienen la maleta hecha». Ahí están sus salidas solitarias de España a lo largo de los siglos XIX y XX. El pueblo, en cambio, guardó fidelidad a la dinastía carlista, combatiendo constantemente por sus monarcas e incluso exiliándose con ellos.
Por tanto, aunque existe el riesgo de ver el componente legitimista como el más accesorio, instrumental, puramente histórico y contingente de los tres elementos esenciales del carlismo antes evocados, lejos de ello debemos recordar que el legitimismo no sólo fue un banderín de enganche, sino aquello que ha posibilitado esa continuidad histórica de la patria —fundida con su Monarquía y sus monarcas— y lo que preserva la ortodoxia jurídico-política.
(Continuará)
Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta
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