La distopía ecologista de Pixar, Wall-e tiene, pese a unos ciertos vapores ideológicos un poco peligrosos, unas cuantas escenas memorables y, sobre todo, bastante divertidas. La danza de los dos robots en el vacío cósmico es una de las más bonitas, estéticamente hablando. Pero me quedo con los fascinantes diálogos del capitán de la Axiom, la nave que pasea por el espacio sideral, como si de un sempiterno crucero de placer se tratara, a lo que queda de la humanidad, que hubo de abandonar precipitadamente un planeta demasiado contaminado para seguir albergando, siquiera, la más elemental vida vegetal.
El capitán, aunque de hecho no gobierne ni siquiera el timón de la nave (que es, por cierto, un sofisticado artefacto robótico, inteligente y semoviente) ocupa la posición más destacada en la deslavazada comunidad humana; de hecho, ocupa la única posición destacada y podría, si quisiera, erigirse en amo y señor de la humanidad. Pero es demasiado vago y decadente para hacerlo; de hecho, toda la humanidad es demasiado vaga y decadente para llevar a cabo incluso la más ridícula actividad que no pase por una pantalla. Sí, reitero que se trata de una distopía y añado que es pretendidamente futurista. Aunque pueda parecer un filme de telerrealidad.
El simpático robotito protagonista y epónimo del filme, en su visita al puente de mando-dormitorio donde el capitán, más que pilotar se limita a pasear sus generosas carnes de la cama a la levitante silla de su despacho y viceversa, ha dejado, por inadvertencia un reguero de polvo y tierra que el avezado marino intergaláctico, hijo de varios siglos de humanos en forma de boya náutica que nunca han puesto los pies en la Tierra (ni en el suelo, de hecho), recoge con sumo interés algunos terroncillos y los deposita en un oportuno receptáculo de su ordenador central quien, de inmediato, procede al análisis de la muestra y, con una metálica voz de azafata electrónica (como la del Metro) anuncia al incipiente investigador que se trata, lisa y llanamente, de «tierra». El atónito cosmonauta le ordena, entonces, a la electrónica y displicente señorita, que defina «tierra»; el ingenio digital, que se las sabe todas, antes que nada bombardea a su fascinado «interlocutor» con una serie de imágenes de los más variopintos e impresionantes paisajes, antes de proceder siquiera a una primera aproximación de definición; quizá porque sepa que una imagen vale más que mil palabras; quizá porque se haga cargo de que «tierra» es un concepto necesariamente analógico. Quizá porque intuya (si es lícito decir de una computadora que «intuye») que su pasmado amo carnoso no está en la disposición de ánimo más adecuada para comprender, sin mirar y sin sentir, qué diantre pueda ser eso de «la Tierra».
Y, ciertamente, no parece que se encuentre en situación de procesar, al menos con la celeridad de sus robóticos asistentes, tan fascinantes informaciones, porque mientras la imagen pasa, del oscuro interior de la cabina al negro total, punteado de astros, del espacio exterior, sólo escuchamos un vago, pero transido de sentimiento: «¡Hala…!».
Si hacemos, y creo que es conveniente hacerlo, un sencillo ejercicio de imaginación, podremos hacernos una idea más clara del interés que pueda tener la película: imaginen tener que explicarle a alguien lo que es la Tierra; e imaginen tener que hacerlo con una explicación que dure menos de siete horas. Sí, está claro que, por el momento, es una pura ficción: pero por lo que se refiere a la Tierra, solamente.
No sé si ya han tenido la experiencia, pero resulta absolutamente entrañable compartir con una persona adulta su primera experiencia de la nieve. O del mar. Hay un como retroceso a la pura ingenuidad de la más tierna infancia, cuando una persona hecha y derecha se topa de bruces con una realidad perfectamente nueva, que le es perfectamente ajena y que, sin embargo, sabe (consciente o inconscientemente) que es perfectamente natural y corriente. Como aquella vez que una religiosa de Kenia me explicaba que, para ella como para tantísima gente de su región, la nieve era una cosa que se veía de lejos, en la cumbre del Kilimanjaro y que, en el imaginario colectivo, debía de parecerse más o menos a un tupido manto de flores blancas. Que sólo ya mayor tuvo un conocimiento, aunque teórico, ajustado a la realidad, de lo que era la nieve. Pero sólo en un viaje a Europa tuvo ocasión de experimentar un fenómeno (en diversos sentidos) que para muchos de nosotros puede llegar incluso a ser irritante.
Y ahora imaginen tener que explicarle a alguien el mar. Es evidente que las palabras no bastan; o bastan, quizá, sólo para comprender, teórica e intelectualmente lo que sea el mar pero, y en ello se pone de manifiesto una vez más que somos cuerpo y alma, nadie conoce el mar antes de haberlo visto. No obstante, una fotografía, un vídeo, aunque útiles, tampoco nos darían la plena y plenamente satisfactoria experiencia del mar; porque el mar hay que oírlo, también. Y tocarlo y gustarlo. Y sólo conoce bien el mar el que se ha bañado en él, como sólo conoce bien la Tierra el que la ha hollado con sus pasos. Por eso el capitán de la Axiom decide regresar, aunque el empeño de refundar nuestro planeta con un punado de obesos trastabillantes no parezca la idea más lúcida del universo.
Las palabras no pueden dar cuenta de toda la realidad de las cosas; ni las imágenes. Pero cuando la realidad de la que nos hablan e ilustran ha desaparecido por completo, son, más que nunca, el imprescindible punto de partida desde el que comenzar a conocer y a re-conocer para poder, después, conservar y refundar.
Porque, ¿cómo les explicaremos a nuestros hijos lo que era la Hispanidad? ¿O lo que era el requeté? Es más, ¿cómo nos lo explicaremos a nosotros mismos? No nos queda sino partir de los recuerdos, de los libros y de las imágenes e intentar, con esos cabos sueltos, tratar de volver a tensar los lazos entre los pueblos y gentes que unieron una misma Fe y un mismo Rey.
Ni yo ni ninguno de Vds. sabemos lo que era ser español, cuando España, bajo la égida castellana alcanzó a extravasarse al orbe entero. Pero nos quedan muchos recuerdos con los que empezar a admirarnos de aquella Cristiandad no tan menor. Porque ante una realidad tan inmensa, magnífica, grandiosa, poderosa e irresistiblemente atrayente, no cabe menos que la admiración, un golpe de timón y un abrazarse decidido con un ideal quizá tan absurdo pero, decididamente, tan o más noble como volver a habitar una Tierra yerma y desolada.
En el madrileño Museo de América y, aún por dos meses, pueden ir a interesarse por un misterioso género artístico, típicamente hispanoamericano, testimonio brillante de aquella antigua, ilustre y verdadera comunidad universal, que no se puede intentar definir sin haberlo visto antes:
«— Enconchados: cuadros al óleo con incrustaciones de nácar y maderas nobles elaborados en la Ciudad de Méjico para narrar y celebrar la Conquista española…
—¡Hala…!».
G. García-Vao
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