Tradición y juventud (y III). Al abrigo de nuestra Comunión

Imitemos, con el favor de Dios, a los miles y miles de jóvenes ejemplares que ha dado el carlismo a lo largo de su historia

Batalla de Oriamendi, por Augusto Ferrer Dalmau

Comprendiendo, pues, el sentido profundo de la tradición y del legitimismo podemos rechazar fácilmente esa primera exaltación propiamente moderna de la juventud. Sin embargo, en nuestros días nos encontramos con otro escollo a veces más sutil pero también más lastimoso y enervante. Se trata de la exaltación postmoderna, personalista, emotivista y fofa, de la juventud. También en este caso se les da un protagonismo desmedido a los jóvenes; no ya a través de la idolatría de su fuerza y vitalidad, sino por medio de una constante y cansina promoción de sus «testimonios» de vida, insistiendo en sus experiencias, en sus sentimientos… En sus ombligos, en definitiva. Se hacen apelaciones abstractas a una juventud que además no existe, pues los posibles receptores de este mensaje «juvenil» suelen estar completamente aburguesados en las ideas y en el modo de vida, acomodados al Mundo y a su aplauso. En esta atmósfera sentimentalista e individualista radica una de las grandes dificultades que encuentra hoy el verdadero carlismo para atraer a los jóvenes: su desoladora incapacidad para el compromiso, y mucho más para el compromiso político. Más si cabe cuando no se trata de un compromiso abstracto hacia unas ideas vagas, sino de un compromiso íntegro, personal y concreto con el Rey legítimo y con el Rey de reyes.

Lejos de ello, hoy el protagonista es el Yo: Dios está al servicio del cristiano y el cristiano al servicio del Mundo: «arrodillados ante el Mundo», se ha llegado a decir en un ambiente eclesial que está muy de moda entre los jóvenes. Escurridizos y amanerados, con el apetito concupiscible embotado y el apetito irascible desinflado, se les ha incapacitado no ya para combatir por los grandes ideales, sino aun para imaginar siquiera que ese combate sea posible y hermoso. Se sonríen condescendientemente con solo escuchar nuestro lema sagrado. Dios, Patria, Fueros y Rey… Les suena no a cuento chino, pero sí a novelas de caballería, o a novelas por entregas del siglo XIX.

Pero esta indiferencia política no es monopolio de algún grupo aislado. Todos nosotros hemos crecido en un mundo desarraigado e impío; todos hemos respirado desde niños el mismo ambiente apocado y exánime que nos entra por los poros. Por eso, incluso cuando llegamos al convencimiento de la importancia de la tradición litúrgica (o, más ampliamente, religiosa), se nos presenta la tentación sobrenaturalista de desvincularla de la tradición política; de encerrarnos en nuestra capilla, en nuestro oratorio o en nuestra casa, de centrarnos en «nuestras cosas», en nuestros deberes de estado —como si entre esos deberes no se encontrasen los que tenemos hacia el bien común de la patria— y en nuestra propia santificación, como si la perfección pudiese alcanzarse fuera de la vida política. Ya lo advertía Josef Pieper: «el pequeño burgués estima que la verdad y el bien “se imponen por sí mismos” sin que tenga que exponerse la persona.»

Más o menos afectados de cierto cinismo derrotista, también hay quienes prefieren darlo todo por perdido y esperar sentados, encogidos de hombros, a que llegue el Juicio Final mientras todo empeora irremediablemente (como invitaba a hacer un inteligente pero antipático y antiespañol escritor reaccionario), o aislarse en tradi-guetos al estilo yanqui. Presos del determinismo histórico, olvidan que, por modestas que sean nuestras posibilidades, siempre hay tareas e iniciativas que podemos sacar adelante.

Aunque aparentemente sea poco, si hacemos todo lo que debamos y podamos hacer, Dios —que nos ha prometido el ciento por uno— Se encargará de fructificar lo que Le entregamos. Pues el mañana no nos pertenece; el mañana, el hoy y el ayer sólo pertenecen a Dios, Señor de la Historia. Su triunfo definitivo, que es el triunfo de la Iglesia, está ya conquistado con la sangre de Cristo Rey, y en Sus manos está otorgarnos anticipos temporales de esa Victoria eterna. Recordemos aquí al gran Alberto Ruiz de Galarreta, en su importante escrito sobre el estilo carlista:

«Los carlistas no tienen prisa y no les importa morir sin ver el triunfo de la Causa, que imaginan con visos de Parusía y escatología, a diferencia de otros políticos, y más aún los de abolengo fascista, que hacen ridiculeces para forzar el adelantamiento del triunfo de su proyecto y así poder verlo realizado. Si no lo van a ver, ya no les interesa».

Por ello, no podemos caer en la dispersión ni desparramar esfuerzos y energías. Todas nuestras iniciativas políticas deben estar bien orientadas doctrinalmente y encauzadas al servicio de la Comunión en que militamos. De lo contrario, en muchas ocasiones no nos estaremos sirviendo sino a nosotros mismos, a nuestro propio ego. Esta es otra de las grandes dificultades de nuestros tiempos: la falta de claridad doctrinal y de identificación con la tradición política española. Las redes mal llamadas «sociales», que todo lo banalizan, convirtiendo hasta las cosas más sagradas y graves en memes y jástags; la artificialización de nuestras vidas; la ausencia de contacto con lo real, en fin, llevan a algunos jóvenes a intentar conciliar lo irreconciliable (¡A Aristóteles y Salamanca con el libertarismo, a Santo Tomás con Hayek!); a buscar protagonismos que no les corresponden, a idear proyectos raros en los que muchas veces ni siquiera se sabe muy bien cuáles son sus fines. Y si los fines —lo primero en la intención— no están claros, la ejecución será torpe y confusa. Muchos de esos jóvenes, intelectual y moralmente valiosos, malogran sin embargo los talentos que han recibido por su incapacidad para comprometerse políticamente integrándose en nuestra Comunión, y vagan a la intemperie, construyendo en el aire, privados del calor de hermandad que nos da la unión de entendimientos y de voluntades en lo que es verdadero y en lo que es bueno.

Concluyo. Debemos huir de esas abstractas exaltaciones modernas y postmodernas de la juventud, voluntaristas y emotivistas respectivamente. Pues no son propias del estilo carlista ni del estilo hispánico, que es lo mismo. La juventud, sin embargo, sí es la etapa donde prende con más facilidad el amor a los grandes ideales; donde se encienden con fervor los anhelos de combatir por causas nobles. Es edad propicia para vivir de la esperanza y para permanecer firmes en ella, como explica Santo Tomás. Pero si se cae en la disipación, si se desbarata el tiempo de juventud, se dificulta enormemente la perseverancia y la magnanimidad sostenidas en los años de madurez.

Imitemos, pues, con el favor de Dios, a los miles y miles de jóvenes ejemplares que ha dado el carlismo a lo largo de su historia. Jóvenes como lo fue Francisco Savalls, que con apenas 18 años ingresaba como voluntario para defender a Don Carlos V en la Primera Guerra, en la que vio morir a su padre, y tras la cual participaría en las otras dos guerras carlistas, y como zuavo pontificio en defensa del poder temporal del Papa; como lo fue Juan Vázquez de Mella, que en plena mocedad rechazaba la oferta de una cartera ministerial canovista (que tantas ventajas materiales le habría reportado), como volvería a hacer al final de su vida, cuando se la ofreció Maura. Como Rafael Gambra, que con 16 años ya estaba alistándose como voluntario para combatir en uno de los heroicos tercios navarros de requetés; como Elías de Tejada, que con menos de 30 ya había escrito varias de sus obras maestras y estaba en plena madurez intelectual; como Molle Lazo, glorioso mártir por Cristo Rey.

Y hagámoslo con humildad, con discreción, con la docilidad propia de quien tiene poco que enseñar y mucho que aprender de sus correligionarios más experimentados, que no son «camaradas», sino maestros y amigos hacia los que tenemos contraída una deuda impagable de gratitud y de piedad. Pues, como escribió magistralmente el gran Benigno Bolaños, entre los leales carlistas siempre ha reinado, y debe seguir reinando

«una comunión como la de los santos, en que las grandezas y los méritos de uno irradian sobre todos; y no hay carlista, por humilde que sea, que no se enorgullezca como con algo suyo propio y personal con la elocuencia de sus oradores, con el arte de sus escritores, con la lealtad de sus veteranos, con la sabiduría e intransigencia ideal de sus maestros, y, sobre todo, con el valor, el heroísmo y el martirio de sus bravos soldados, Macabeos de la fe, cruzados de la legitimidad, patriarcas queridos de la España invencible y gloriosa».

Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta

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