Sin duda alguna todo poder temporal legítimo proviene de Dios, pero la cuestión relativa a la manera en que se produce esa derivación en favor del gobernante civil ha suscitado una amplia discusión. Un ya ex-juanista E. Vegas resumió las dos posiciones ortodoxas en su ponencia presentada para la VIII Reunión de Amigos de la Ciudad Católica (1969), titulada «Origen y fundamento del poder». Por un lado –dice Vegas– «no es Dios quien nombra al gobernante […], sino que, una vez hecha la designación por la sociedad, mediante [un procedimiento cualquiera], Dios da directamente el poder al designado. Esta doctrina se llama de la designación». Por otro lado –continúa– «se llama doctrina de la traslación la que afirma que el poder va de Dios a la comunidad, y la comunidad lo transmite al gobernante». Esta segunda postura es la que sostuvieron los jurisconsultos y escolásticos de los siglos XIV y XV dentro del campo ortodoxo, en contraposición a la contrincante teoría heterodoxa de la delegación profesada por los filósofos-legistas nominalistas.
El maestro de juristas Juan Vallet de Goytisolo, en su ensayo «El derecho a participar en la vida pública mediante un auténtico sistema representativo» (Ed. Speiro, 1981), sintetiza –siguiendo al P. Teófilo Urdánoz O. P.– las dos posiciones interpretativas de los juristas y filósofos acerca de la translatio imperii hecha por la comunidad: «unos –dice Vallet–, como el glosador Accursio y los comentaristas Bartolo, Baldo y Aretino, sostuvieron que la translatio significaba una enajenación definitiva y que la comunidad no podía reasumir el poder. Otros, como Zabarella, Cino y Porco, entendieron que sólo se trataba de una concessio usus, o delegación del ejercicio del poder, que en sustancia conservaba el pueblo, pudiendo siempre revocar tal mandato, estimando “populos maior principe”. Interpretación aceptada por Ockham, Marsilio de Padua, Wiclef y Nicolás de Cusa, para quienes la potestad suprema no sólo permanece in habitu, in radice, o virtualmente, en la colectividad, sino de una manera actual e intransferible, conservando siempre la función legislativa y el poder de inspeccionar la conducta del príncipe». Añade Vallet que «esta segunda posición […], no fue la de Vitoria ni tampoco la de Suárez», y, en nota a pie de página, aclara que lo que Suárez sustenta en su Defensio Fidei (Lib. 3, Cap. 3, n.º 4) es que, «una vez transferido el poder al Rey, no puede el pueblo restringirlo, ni abrogar sus leyes justas. La potestad del Rey, sólo depende del pueblo in fieri, pero no in conservari».
El célebre erudito legitimista Enrique Gil Robles (no confundir con su renegado hijo democristiano) confirma, en su principal obra Tratado de Derecho Político (Cap. IV, Lib. IV, Tomo 2, ed. 1902), que esta última hipótesis ortodoxa fue la que se generalizó entre los teólogos de los siglos posteriores, hasta que, desde principios del XIX, empezó a ir ganando terreno la otra opinión ortodoxa de la designación de la mano de los neoescolásticos: Taparelli, Liberatore, Kleutgen, Cathrein, Schiffini, Meyer, etc. ¿Cuál de las dos es mejor? El isabelino Balmes trata la cuestión en los Capítulos 48 a 51 de su estudio apologético El Protestantismo, concluyendo en el último que: «la diferencia de opiniones sobre el modo con que Dios comunica la potestad civil, por mucha que sea en teoría, no parece que pueda ser de grande entidad en la práctica. […] Repito que en la práctica el resultado es el mismo, y de consiguiente, la diferencia es nula». León XIII, en Diuturnum Illud (1881), afirma que «con [la] elección se designa al gobernante, pero no se confieren los derechos del poder», por lo que parece seguir la opinión de la designación. Pero en su otra Encíclica a los Cardenales franceses de 1892 (de la que ya nos ocupamos en nuestra serie «Breve examen de los criterios de la pastoral política preconciliar»), parece seguir la hipótesis de la traslación cuando asevera –seguimos la traducción de El Siglo Futuro–: «Háse de reflexionar que si el poder político procede de Dios, no por eso la designación divina interviene siempre directamente en los modos con que se transmite ese poder, ni en las formas contingentes que adopta, ni en la elección de personas que lo ejercen. La misma variedad que, tocante a esto, se observa en todas las naciones, demuestra hasta la evidencia el carácter humano de tales modos». Lo único que condena León XIII –aparte, claro está, de la negación del sumo origen divino del poder– es que se considere que el gobernante recibe y ejerce la potestad por delegación popular, y no como cosa propia (con independencia de que su transmisión sea inmediata o mediata).
San Pío X, en su Encíclica Notre Charge Apostolique (1910) –que, por cierto, brilla por su ausencia en la página digital del Vaticano, no sabemos por qué– se limita sólo a seguir la primera postura de León XIII en Diuturnum. Grandes enfrentamientos dialécticos se han dado sobre esto en suelo español desde que el Obispo de Calahorra Aguiriano y el entonces Canónigo Doctoral de Oviedo Inguanzo opusieran en 1811 sendos escritos al proyecto del artículo 3º de la Constitución gaditana: «La soberanía reside esencialmente en la Nación, y por lo mismo le pertenece exclusivamente el derecho de establecer sus leyes fundamentales, y de adoptar la forma de gobierno que más le convenga». Según Balmes, la genuina razón por la que últimamente ha prevalecido la opinión de la transmisión inmediata es de carácter circunstancial: sirve para mejor combatir la herejía del fundamento popular del poder, igual que antaño la tesis alternativa sirvió mejor contra la pretensa equiparación del poder regio secular con el pontificio espiritual.
Félix M.ª Martín Antoniano
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