La restauración católica y sus enemigos

no tenemos otra misión que restaurar la Ciudad Católica que no es construcción ideológica, sino realidad que existió

El anuncio de un evento próximo que tendrá lugar en Madrid parece haber causado cierta impresión. Efectivamente, el sábado 15 de abril tendrá lugar en la Plaza de la Cibeles la llamada «Fiesta de la Resurrección», con el lema «La muerte no tiene la última palabra». 

El evento contará con la presencia de artistas como Carlos Baute, Andy y Lucas, etc.; también —¡cómo no!— Hakuna group. Que grupos nominalmente católicos como Hakuna banalicen lo sagrado, fruto de su concepción naturalista, afeminada y, en definitiva, anticatólica, no es sorprendente. Que en esta ridiculización de lo sagrado participen artistas varios que obtengan rédito de ello, económico o personal, tampoco es motivo de sorpresa. Lo que ha generado la sorpresa, infundada como veremos, es que el disparatado evento ha sido organizado por —¡qué sorpresa!— la Asociación Católica de Propagandistas (ACdP). 

El modernismo religioso en tanto colector de todas las herejías, siguiendo a san Pío X, se presenta como el principal enemigo de la cristiandad. Sin embargo, la forma de atacar al catolicismo no es unívoca, encontrando heterogeneidades en su siempre devastadora acción. Podemos encontrar, a mi juicio, en el caso que nos ocupa una tenaza con dos extremos. De un lado, el naturalismo, medular al modernismo en tanto negador del pecado original y pseudo religión antropocéntrica, que entiende la sobrenaturaleza como un apéndice subjetivo de la «naturaleza» humana, entendida ésta en clave racionalista. Hakuna es claro ejemplo de ello, pues se parte del hombre y su idolatría, a través del culto a la bondad del ser creado hasta la bondad del ser perfecto; sofisma ya denunciado por Leopoldo Eulogio Palacios en lo que denominó el «humanismo del bien congénito».

Por otro lado, encontramos el fideísmo, fruto del teologismo, en palabras de Elías de Tejada. Esta concepción nominalista concibe a Dios como un ser tan supremo que la sola idea de su ordenación a sí mismo le repugna. Así, la naturaleza social del hombre y las inclinaciones que la integran resultarían ajenas al mensaje salvífico del Redentor; en otras palabras, mientras se cumplan unos deberes de piedad personal, ordenados por la sola realidad sobrenatural, el orden natural puede ser perfectamente soliviantado sin ningún ápice de escrúpulo. La sociedad y la política no son realidades naturales que precisan ser perfeccionadas por la gracia, sino expresión contingente de la necesidad que el hombre tiene de ellas para evitar su autodestrucción, y que los católicos tenemos el deber de reconducir desde nuestra opción personal religiosa, como pregona el americanismo rampante del que algunos pseudo tradicionalistas, seglares, obispos e incluso algún Papa, han hecho bandera. Ésta última es la columna vertebral de la democracia cristiana en tanto modernismo político y social, ideología que pregona la autonomía del hombre respecto del orden creado y que se expresa en el servicio (¿idolatría?) a la democracia como fundamento del gobierno en tanto que garante de la «libertad» del hombre; libertad negativa, esto es, libertad sin más regla que sí misma. Ejemplo de ello es la ACdP, movimiento demócrata cristiano por antonomasia, que se embarca en «batallas culturales» múltiples que pretendan, estérilmente, enmendar el irreparable daño que hicieron —y hacen— al abandonar el combate político.

Los católicos, siguiendo el magisterio de san Pío X, no tenemos otra misión que restaurar la Ciudad Católica, que no es construcción ideológica, sino realidad que existió llamada a su restauración. El modernismo, por contra, se empecina en frustrar nuestra acción; bien corrompiendo el recto sentido de la religión, disfrazándola de apéndice humanista preocupado exclusivamente del bienestar y placer del hombre —«arrodillados ante el mundo», esto es, ante el hombre, como reza el lema del grupo musical nominalmente católico—, bien ocultando la militancia política en la «sana laicidad», que olvida el combate político y hace coexistir la «piedad» personal con la impiedad colectiva.

El evento mencionado no debe ser objeto de sorpresa, sino constatación —una más— evidente de que nuestro enemigo, por mucho que se subdivida, encuentra diversas facetas, tal como la hidra mitológica que engañaba a sus adversarios con la fatua impresión de caer cuando se le cortaba la cabeza; ocultando al ingenuo contrincante que el combate parcial era ocasión de multiplicación de sus enemigos, esto es, de olvido del combate real y sustancial.

Miguel Quesada, Círculo Hispalense    

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta