Extraemos para los lectores de LA ESPERANZA este bosquejo histórico de los orígenes de la bellísima e imponente imagen del Cristo Yacente, obra del afamado escultor Gregorio Fernández, escrita por el Padre Capuchino José Antonio Pozo de Miengo en un folleto titulado «El Pardo y el Santo Cristo de El Pardo», en el cual se evocan los tiempos de esplendor de la Monarquía hispánica y esa comunión de todo un pueblo en torno a los pilares del Trono y el Altar.
Contemplemos en este día de Sábado Santo y Soledad de la Virgen, a nuestro Señor Yacente en el Sepulcro, y pidamos que derrame en nuestras almas pecadoras la gracia de su muerte redentora.
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Esta santa Imagen vio la luz en Valladolid, a petición personal del piadoso rey Felipe III, con motivo del nacimiento de su primogénito, Felipe IV, en el Viernes Santo de 1605.
Su belleza sobrehumana fue producto de un hondo espíritu cristiano del artista Gregorio Fernández, que, como fray Angélico y Juan de Juanes, se preparaba religiosamente con oraciones y ayunos antes de comenzar a reproducir las facciones divinas.
Como anécdota, dícese del artista, que habiendo esculpido varias imágenes de Cristo yacente, nunca quedó satisfecho porque la cabeza no respondía a la que tenía creada en su mente de genio. Era ésta, que le encargaba el Rey, su última y definitiva realización. Esculpida la cabeza varias veces, seguía insatisfecho. Su recurso fue la oración y penitencia: Varios días de largas oraciones sin permitirse más alimento que pan y agua, y realiza por fin su obra genial que le hizo exclamar: El cuerpo le hice yo, pero la cabeza la hizo Dios.
La venerable Imagen, allí en Valladolid y en el Palacio que fue de los Duques de Lerma, comenzó a hacer ruido de gracias y milagros por lo que pronto fue objeto de especial devoción.
Pero al año siguiente la Corte hubo de trasladarse otra vez a Madrid y con ella la venerada Imagen. Nuevamente su poder taumatúrgico contribuyó a la especial veneración de los madrileños, que ya le consideraban como el Cristo de Madrid.
Pero era otro el querer del Cielo.
El rey Felipe III, más de una vez se había interesado por ciertos frailes franciscanos, llamados capuchinos, que se habían hecho estimar en la batalla de Lepanto con sus treinta capellanes en las naves del Papa y muchos otros en las de Génova y España. Igualmente se habían hecho estimar en las pestes de Italia y España (1589), de Suiza (1609), Alemania (1611), así como por su amor a la pobreza y entrega al pueblo, principalmente en hospitales, lazaretos y calamidades públicas, viéndoseles incluso de bomberos en los grandes incendios.
Por otra parte, había oído hablar de sus hábiles hombres de Estado. Uno de estos diplomáticos, el más afamado quizá, lo tenía ahora ante sí. Era el Padre Lorenzo de Brindis –hoy santo y doctor de la Iglesia– embajador de Papas y Reyes en diferentes Cortes de su tiempo. Ahora se lo enviaba el Romano Pontífice para que el Rey de España entrara en la Liga Católica contra la Liga Protestante, formada al Norte de Alemania y apoyada por Enrique IV de Francia.
Aprovechó el Capuchino su estancia en Madrid para solicitar del Rey la fundación de un Convento bajo la protección real.
Después de dos años de obras, durante los cuales se habían cobijado los frailes en una casita provisional, se inaugura el convento de frailes Capuchinos de El Pardo el año 1614.
El Rey profesó particular afecto a los religiosos de esta real finca, colmándoles de favores, siendo el mayor de todos la donación de esa Santa Imagen del Cristo Yacente de Gregorio Fernández.
La noticia corrió como la pólvora y el pueblo madrileño con dolor y veneración quiso despedir la Sagrada Imagen. Ha sido quizá el cortejo más imponente que ha habido en Madrid. Una antigua crónica narra así el solemne traslado:
«Un viernes de Marzo de 1615, después de haber sido adorada de rodillas por el Rey y sus hijos, salió de palacio la Santa Imagen con tan numeroso acompañamiento de Grandes y Señores de la Corte, todos con hachas blancas encendidas, montados en sus caballos, que formaban una lucidísima procesión. Agregóse a este acompañamiento, y también con luces, innumerable pueblo de gente piadosa, que desde la plazuela de Palacio vino siguiendo al divino simulacro, unos a caballo y otros a pie, hasta el Convento. Era tanta la multitud de gentes, que la procesión que se formó ocupaba casi todo el camino, que hay desde Madrid a El Pardo».
Diego Baño, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo
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