Fernando Tarrida del Mármol, partidario en España del llamado anarquismo sin adjetivos, sostenía que «el límite de la disminución de autoridad es el de todas las cantidades que decrecen de una manera continua, es decir, cero […]» (Concepción del ideal libertario, I). La consigna ni Dios, ni amo, por no ser hoy un tropo de pistoleros sindicalistas, sino el principio especulativo de toda la Revolución en su conjunto, gobierna nuestra Patria sobre los rieles de la injusticia: como había prevenido Osorio de Fonseca, Obispo del Algarve, «siendo la religión el fundamento de la justicia, destruida la fe y la religión, necesariamente se ha de extinguir el esplendor de la justicia» (De Justitia Cælesti, VIII).
Aquellos quienes no se someten a la autoridad dinástica son coautores de dicha injusticia puesto que, negando «la fidelidad y sumisión debida a los príncipes» (Mirari vos, § 13), obran también contra toda la Iglesia: «el que se resiste a la potestad [de los gobernantes legítimos], resiste a la ordenación de Dios, y el que se resiste se condena» (ib.). Este acratismo de lo dinástico, en suma, por parco que fuere, y aunque se supliese con las mejores intenciones, constituye un grado inexcusable en el aminoramiento del orden católico: «no crea nadie que se deja de ser anarquista porque se reconozca que la anarquía absoluta —es decir, la supresión completa de todas las manifestaciones de la autoridad— es un sueño irrealizable» (Tarrida del Mármol, op. cit.); en otras palabras, basta con no mostrar acatamiento al Rey para que esto represente, por sí mismo, una promoción grave de la anarquía, aun cuando se reconociera verticalidad en otros ámbitos sociales.
Rubén Navarro Briones, Círculo Tradicionalista San Rafael Arcángel
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