Proponemos como lectura este artículo publicado en abril de 1957 en MONARQUÍA DEL PUEBLO, periódico portavoz de la Agrupación de Estudiantes Tradicionalistas.
***
Alguien escribió que el peor enemigo y el peor aliado de la Monarquía, es la burguesía. La frase tal vez pueda sorprender e incluso escandalizar. Pero la historia, nuestro pasado inmediato, se ha encargado de comprobar la afirmación.
La monarquía liberal española fue desde 1833 hasta 1931, el instrumento utilizado por la burguesía para tener el monopolio del poder.
En realidad la corona sólo interesaba como adorno o como escudo. Sólo servía para realzar una posición social o para defender unos intereses económicos. Pero lo grave es que esta monarquía clasista que consciente o inconscientemente se puso al servicio de los intereses de una clase, acabó por seguir las mismas peripecias que la burguesía.
En España sólo se salvó de ese espíritu clasista, mediocre, la Monarquía de los Reyes Carlistas y la nobleza y la burguesía que la apoyó. El ideal en ellos pudo más que el interés particularista. La clase obrera y campesina fue siempre generosa y consciente con sus Reyes Tradicionales.
En 1848 la monarquía francesa de Luis Felipe, fue derribada, menos por la violencia de los atacantes, que por la defección de los burgueses, sus defensores. La Guardia Nacional, la flor y nata de la burguesía orleanista, enviada contra los grupos revolucionarios, se sumó a ellos y desertó de sus puestos.
Esta burguesía ávida de poderes y de honores, estaba falta de ardor cuando se trataba de montar guardia en torno a sus instituciones. El culto exclusivo de los intereses materiales parecía haber aniquilado en aquella clase dirigente toda energía, todo espíritu de lucha y de sacrificio. No podía menos de suceder así, porque la burguesía habla siempre de privilegios y poco, muy poco, de deberes y obligaciones.
En 1931 ocurrió en España algo parecido. D. Alfonso, que era liberal, se fue inconscientemente aburguesando. Tomó de quienes le rodeaban el espíritu pragmático y posibilista. Por eso, cuando el 14 de abril ordenó que se traspasara el poder al comité Revolucionario, lo hizo pensando que así jugaba una carta, una posibilidad. Por no perder con su vida unos derechos, dejó incumplidas obligaciones graves.
Alfonso abandonó España, esperando que la voluntad nacional reclamara su vuelta al trono. Y España no le reclamó. Vino el Alzamiento Nacional, y en tan memorable ocasión, ni España se acordó de D. Alfonso, ni D. Alfonso de España. Y sin embargo D. Alfonso Carlos, el Rey Proscrito que nunca pudo gobernar, encargó a su heredero, D. Javier, que firmara con el Ejército el histórico pacto político por el que se lanzaba a la lucha el requeté español.
En la Cruzada tomaron parte, es verdad, los partidarios de D. Alfonso. Se alistaron en Tercios de Requetés, en Banderas de Falange y en unidades del Ejército. Pero a pesar de esta indudable generosidad lo cierto, es que no se consiguió formar una unidad alfonsina por más que se abrió el alistamiento, no faltaron medios y se puso gran empeño en conseguirlo.
Este contraste existente entre el fecundo entusiasmo de los Tercios de Requetés —67— y la formación aislada, sin posibilidad de formar grupo, de los Alfonsinos, obedece a dos concepciones de la vida. Los Carlistas, desde el Rey, hasta el último súbdito, han afirmado con hechos, que a la Patria se le sirve siempre sin regateos, sin condiciones. Los liberales, burgueses, han sostenido igualmente, con hechos, que no hay que exagerar demasiado. Así pensó también D. Alfonso.
Como empresario que en momentos de crisis transfiere su negocio, incluyendo en la escritura un pacto de retro, así D. Alfonso exigió al Consejo de Ministros —Maura, «Recuerdos de mi vida, 223»— que «transfiera los poderes al Comité Revolucionario, ungiéndole así como gobierno provisional de la República».
El Rey Burgués, burgués más por herencia que por decisión personal, se despedía de España dispensando a sus leales de su fidelidad a la Monarquía, más aún, exigiéndoles que por lealtad monárquica se adhirieran a aquella república, que él deliberadamente hizo nacer.
Esta decisión tiene una consecuencia lógica inevitable: Cuando él suprimió la Monarquía, soporte de sus derechos de Rey, y puso en su lugar la república, a quien transfirió sus supuestos derechos, caducaron cuantos derechos monárquicos podía tener.
Nadie puede por tanto reclamar derechos al Trono español, fundándolos en la sucesión de D. Alfonso.
Esto es cuanto D. Alfonso aprendió de la burguesía que hoy se apresta a apoyar a su hijo D. Juan o a su nieto, dignos herederos de aquel rey que fue, por burgués, desertor.
Deje el primer comentario