Una de las cosas que más dolor me produjo fue cuando una de mis tías me reprochó que era demasiado intransigente en mis principios religiosos y morales, por lo que yo andaba en una secta.
Naturalmente no porque fuese cierto. Cuando escapé, Deo gratias, del ateísmo y odio a la Iglesia que abrigué en mi juventud, volví a la fe y me confirmé en la Iglesia, fue una alegría para mi madre y mi tía. A medida que iba tomando costumbres de oración, de frecuentar la Misa y los sacramentos, sin embargo, comenzaron a preocuparse. Llegó un punto en que su fijación alcanzó tono de alarma, en realidad sin motivo ni conocimiento de causa.
Esta punción no es la tristeza de ver cómo los preceptos revolucionarios van siendo abrazados por una familia que se degrada —el divorcio, la libre unión, el subjetivismo como medida moral—. Es el dolor de comprobar cómo un amor por el Señor que se quiere puro, que trata de buscar el modo propicio de honrarle, levanta un odio enconado entre los tuyos.
Existe el príncipe de este mundo, y mueve un rencor feroz contra todo intento de restaurar el orden natural en el divino. A día de hoy, no encuentro una tirantez exagerada en mi familia. Pero debemos estar dispuestos a encontrarnos este odio religioso incluso en nuestra familia, incluso en familias que se dicen católicas al menos nominalmente.
Y es que el Señor nos ha puesto para seguirle y para que, como ante él, muchos se pasmen (Isaías, LIV) al ver a los que se esfuerzan en serle fieles. «Tampoco se enciende una lámpara y la ponen debajo del celemín, sino sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en la casa», (Mateo, V, 15).
Ante estas hostilidades, no hay que temer ni arredrarse. No sólo hay que afirmarse en la fe, sino anunciarla sin aspavientos, manifestarla hasta donde se pueda en cada momento. En la Religión verdadera se hace tanto hincapié en el prójimo, entre otras cosas, porque es en nuestra vida cotidiana y los ámbitos más cercanos donde hay que predicar, sobre todo con el ejemplo.
Porque resulta que el ejemplo es elocuente. Pocos escuchan, pero todos miran. El orden de una vida fundada sobre los preceptos de la fe católica, regada por los sacramentos, apegada a los sacerdotes santos, ilumina. El contacto cotidiano con alguien así endulza y reblandece los corazones endurecidos.
Por ello tenemos que esforzarnos en ser sal y luz sobre el candelero. Curtirnos soportando toda clase de desprecios, de calumnias, de ataques. Ya que sólo lo firme soporta, sólo lo firme pervive y brinda agarre. Cuando se calma el oleaje de la injuria, del rechazo, los hombres se percatan de eso más claramente. Ahí debe aguantar el faro del alma fiel, para ser vista y fructificar sus talentos.
Roberto Moreno, Círculo Cultural Antonio Molle Lazo de Madrid
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