Suele pasar desapercibido el fuerte influjo que la concepción que uno tiene del Universo físico ejerce sobre las propias visiones teológica y moral, las cuales tienden a cristalizar en una forma de pensar y de vivir acordes con aquélla. Creemos que el ejemplo más claro y acabado de este vínculo lo encontramos, coherentemente teorizado, en las corrientes estoica y epicúrea que dominaron la antigüedad desde el comienzo de la época helenística. La común predicación por ambas, bajo la «virtud» de la ataraxia, de un plan de vida basado en una serena resignación, indiferente a Dios y a la muerte, condimentada con placeres moderados, casa muy bien con las nociones materialistas tanto del Universo finito de Heráclito, que surge del fuego primordial y vuelve a él en las sucesivas apocatástasis en un eterno retorno o ciclo sin fin regido por el Destino o alma inmanente de un Mundo que se repite igual una y otra vez (opinión estoica), como del Universo infinito de Demócrito, cuyos ilimitados átomos se unen y se separan espontáneamente en el vacío por toda la eternidad (opinión epicúrea).
Los Santos Padres de la Iglesia fueron contemporáneos de todas esas representaciones cósmicas (incluida la heliocéntrica) que la inagotable imaginación de la cultura pagana había ideado; sin embargo, apoyándose solamente en su (unánime) interpretación de las Sagradas Escrituras, legaron a la posteridad un exclusivo modelo cosmológico verdadero que constituiría el marco mental cotidiano en los siglos de Cristiandad: un Universo finito y temporalmente lineal, con un comienzo y un final transformador definidos, con límites de configuración esférica, y con movimiento circular en torno a un globo terráqueo central y fijo. Estos distintos caracteres aparecen reflejados de manera concisa en el Catecismo de Trento mandado publicar por San Pío V en 1566, y que Roma siguió imprimiendo sin modificar su contenido hasta la última reedición de 1992. Así, en su Parte 1ª, Cap. II, epígrafe §16 dice (citamos de la traducción de Anastasio Machuca Díez, 21972): «Mas por los nombres de Cielo y Tierra se debe entender todo lo que comprenden la Tierra y el Cielo. Porque, además de los Cielos, que el Profeta llamó obra de sus dedos [Salmo VIII, 4], creó también el esplendor del Sol y la belleza de la Luna y de los demás astros; y, para que señalasen los tiempos, y los días, y los años, organizó los globos celestes con un movimiento tan uniforme y permanente, que nada puede imaginarse más movible que su constante revolución, y nada más seguro que su movimiento». Y en el siguiente parágrafo §18 se añade: «Respecto a la Tierra, cimentada también sobre su propia base, mandó Dios por su palabra que se mantenga firme en el centro del Universo». A su vez, hacia el final del Catecismo, en la Parte 4ª, Cap. IX, apartado §19, se afirma: «los Cielos que vemos, son la parte más excelente del Universo; ellos permanecen incorruptos, exceden a los demás cuerpos en poder, grandeza y hermosura, y están dotados de determinados y constantes movimientos». En el Cap. X, §7 se reitera: «pues si el Sol con su luz, si los demás astros con su movimiento y su curso prestan algún bien al género humano […]». Y en el Cap. XI, §5 se insiste: «[El cielo] se rige por su movimiento continuo y revolución constante».
Esta cosmovisión sufrió el impacto de la revolución copernicana, surgida al calor de un Renacimiento humanista-clasicista que redescubría las antiguas desechadas doctrinas griegas, en especial las pitagóricas, neoplatónicas y democríteas. La disciplina de la Historia de la Ciencia –nacida junto a la de la Filosofía de la Ciencia a fines del XIX y desarrollada durante el XX– ha puesto de manifiesto (sin haber sido ésa, claro está, su intención primaria) la suprema transcendencia de esta inaugural revolución cultural de la Edad Moderna por sus implicaciones metafísicas y morales, con su lógico efecto en la mentalidad de las sociedades occidentales que iban acogiéndola. En esa tarea, cabe destacar sobre todo al historiador Alexandre Koyré y su obra canónica en la materia: Del mundo cerrado al universo infinito (1957), en donde, entre otras cosas, asevera (trad. Carlos Solís, ed. 52015): «No hace falta que insista en la abrumadora importancia científica y filosófica de la astronomía copernicana, la cual, al quitar a la Tierra del centro del mundo, colocándola entre los planetas, minó los fundamentos mismos del orden cósmico tradicional»; y un poco después agrega: «el efecto inmediato de la revolución copernicana fue la propagación del escepticismo y del [desconcierto]». Más adelante, poniendo como ejemplo el Pensamiento 201 (según edición de Lafuma) del jansenista Pascal: «el silencio eterno de esos espacios infinitos me aterra», comenta Koyré: «A menudo se ha señalado, sin duda correctamente, que la destrucción del cosmos, la pérdida por parte de la Tierra de su situación central y, por tanto, única […], llevaba inevitablemente a la pérdida por parte del hombre de su posición única y privilegiada en el drama teo-cósmico de la creación, en el que el hombre había sido hasta entonces hito y figura central. Al final del desarrollo encontramos el mudo y terrorífico mundo […] de Pascal, el mundo sin sentido de la moderna filosofía científica. Al final nos encontramos con el nihilismo y la desesperación». Y en el último párrafo de su libro, concluye: «El Universo infinito de la nueva Cosmología, infinito en Duración así como en Extensión, en el que la materia eterna, de acuerdo con leyes necesarias y eternas, se mueve sin fin y sin objeto en el espacio eterno, heredó todos los atributos ontológicos de la divinidad. Pero sólo ésos; todos los demás se los llevó consigo la divinidad con su marcha».
Félix M.ª Martín Antoniano
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