Mes de María. Día 21: la flor de la mostaza

vayamos con fe, tan pequeña como un grano de mostaza, al trono de la gracia

La flor de la mostaza. La Virgen fiel (Escuela cuzqueña), foto: Marcelo Jaramillo Cisneros

La flor de la mostaza: vídeo

En este día XXI del mes de mayo quiero colocar a los pies de la Virgen fiel un ramo de flores de mostaza, que crecen silvestres, dispersas por los campos, como si fueran migajas de sol.

Estas flores contienen la más pequeña de todas las semillas: la mostaza, de la que nace un árbol grande que da cobijo estable a muchos pájaros, esos amigos alados que nos recuerdan a los ángeles. Hoy más que nunca necesitamos una fe que tenga al menos el tamaño de un diminuto grano de mostaza.

Cuando las dudas resquebrajan la lógica y la razón; cuando sofismas de toda clase llegan en tromba a la mente para extinguir, con su lógica aparente, la poca fe de los marinos que navegamos en la tormenta, en una barca que hace agua por todas partes; cuando los enemigos del alma, el mundo, el demonio y la carne, en siniestra alianza, se confabulan a diario para apagar la débil llama de mi poquita fe, llevando un ramillete de flores de mostaza vengo a decirte, Señora y Madre nuestra, creo, Señora, pero fortalece mi fe.

Acudimos al Corazón de María en estas horas de Pasión Eclesial porque, cuando su Divino Hijo moría en la Cruz, la FE de la Iglesia permanecía únicamente en su Corazón. En las horas en que el sol perdió su luz, las piedras se quebraron y todo el orden natural se quejó de dolor, los corazones humanos tampoco resistieron, y huyeron espantados abandonando a su amigo y Señor.

Madre nuestra, tu Corazón se mantuvo a flote en medio de la tormenta que azotó la fe de los Apóstoles ausentes. Pero podemos concluir que, igual que las puertas del infierno no prevalecieron en el día del deicidio, porque la fe se mantuvo a salvo en tu Corazón de Virgen Fiel, con mayor razón tampoco prevalecerán en estos momentos en que no la encontramos ni en ni en Alejandría, Roma o Jerusalén.

Padecemos un orden social y político perturbado por esa Revolución que despreció el yugo suave y ligero de Nuestro Rey y Señor, otorgándole el poder a los émulos de Barrabás; los cuales no buscan más que atribuirse poderes y libertad de acción en las elecciones democráticas, siendo el bien común la menor de sus preocupaciones. Un Revolución que impone la tiranía despótica de la trinidad masónica: libertad, igualdad y fraternidad.

Sabemos que millones de niños no están seguros, ni en el seno de sus madres ni en sus mismos hogares amenazados de ruina. La miseria moral acecha cuando los ideales del más noble corazón se apagan con bazofias inmorales, y los corazones valientes se enredan entre mezquindades burguesas que aturden y apagan el llamado de la voz de Dios. La pobreza material impide cruelmente a los hombres ir mas allá de lo vital, oprimido y agobiado el espíritu no puede trascender más allá de la cotidianidad.

Otros prefieren saciar su sed en las aguas de las doctrinas turbias y salobres que se encharcan en el fondo de los valles, antes que esforzarse en llegar a las cumbres de los santos intelectuales, de donde mana la sana doctrina, tan pura y cristalina como la misma verdad.

No faltan los que eligen callar como perros cobardes, aunque están llamados a ser guardianes del rebaño de su Dios; sin embargo, huyen, cual mercenarios, a cobrar el vil salario de su traición. Son los que no apacientan sus rebaños en los prados de siempre, donde está la hierba fresca y buena. 

Además, una serie de filosofías absurdas y tecnologías punteras al servicio de ideologías perversas estrechan el cerco y nos arrastran al caos de la civilización artificial, en la cual se instaura una ruina que, esa sí, es muy tangible y no tiene nada de virtual.

Todo este entorno social nos arrastra a una situación de soledad personal, pues nuestro mensaje no concuerda con la melodía políticamente correcta que la sociedad desea escuchar. Se produce en nuestra alma una soledad tan grande como cuando en el silencio del desierto no se escucha ni el eco de la propia voz. Se trata de una soledad semejante a un desierto que se abre ante tus pasos vacilantes, sin brújula que marque el norte, en dirección titubeante, hacia un horizonte lejano y sin fin; pero caminando hacia ti, que, como una estrella en esta noche oscura, nos guía hasta la Mística Ciudad de Dios de tu Inmaculado Corazón, donde anidan los pájaros, aquellos que en su alma guardaron las alas de la Fe.

Entonces será cuando nuestras acciones se purificarán en el crisol de las ingratitudes, pues Dios las tiene todas presentes y recibirá en el cielo a quien dé un vaso de agua fresca o un mendrugo de pan entregado por amor a Él.

Soportamos la sed áspera y amarga del silencio interior y a veces flaquean nuestras fuerzas, ¡pero si tuviéramos al menos una fe del tamaño de un grano de mostaza…! Contigo a nuestro lado, Madre de cielo, sacaremos aguas con gozo de las fuentes de la salvación.

Caminando sin brújula en la oscuridad lúgubre y pesada acudimos a Ti: Tú que no apagas la mecha que humea ni quiebras la caña cascada, ¡oh Virgen la más Prudente! Mientras llega el esposo, préstame tu lámpara, dame de tu aceite; en esta noche oscura, acrecienta mi Fe.

Cuando el peso de las cosas enormes nos oprima, recordemos que por una rendija pasa el aire, por un resquicio entra la luz, por los poros se filtra el agua y las raíces pequeñas tienen una fuerza capaz de romper las piedras.     

Los hombres miran con desprecio las cosas pequeñas, como migajas que caen de la mesa para regalo de los perros. Algunos desprecian las partículas del cuerpo eucarístico: ¡cuánto más despreciarán las partículas del cuerpo místico! Sin embargo, esas pequeñas cosas, en ocasiones frágiles, son el prólogo de lo más grande y perfecto, porque solo los proyectos de Dios comienzan desde lo insignificante, como el pequeño grano de mostaza del que nace un árbol, metáfora del reino de los cielos. Dios no necesita millones ni en sus filas ni en el banco; para ser Rey, no necesita del consenso democrático ni tampoco para iniciar esas obras grandes que no conocieron humanas sociedades.

En medio del desprecio del mundo, Nuestro Señor manifiesta su predilección por nuestras almas y tantas vidas desconocidas y escondidas a los ojos del común de los mortales. La mejor manera de responder a su amor es poner en todas las tareas nuestra fe, como un grano de la flor de mostaza, ese espíritu que vivifica divinamente todo lo que el mundo desprecia.

Ese Señor que eligió nacer en Belén, una localidad olvidada; el que pasó toda su vida burlando con sus actos las pretensiones mesiánicas y los prejuicios carnales, exaltó a los humildes desde lo más profundo hasta lo más sublime. Pero, ¿qué tiene de extraño que al hombre esto le asombre, cuando al ángel más perfecto esta predilección divina le indignó, escandalizó y llevó a la rebelión?

Esa lágrima pequeña que, en los ojos de María, es tan grande; esa gota de sangre que es divina en la frente del Señor; el óbolo de la viuda, que vale más que una fortuna; el «ten misericordia de mí» en la esquina oscura del Templo, que vale más que las declamaciones en los primeros puestos; esa estampita vieja entre las páginas gastadas de nuestro misal, que no es pequeña cuando los ojos la miran y rezan con el pensamiento puesto en Dios. Pequeño es el detente de nuestra billetera, ¡pero qué grande es ese escudo protector! Las cuentas del rosario entre tus dedos son avemarías sembradas al voleo que, si caen en buena tierra, prometen buena cosecha.

Podemos concluir que esas cosas pequeñas, las que están a al alcance de nuestras menguadas fuerzas; aquellas que, por ser posibles, estamos obligados a hacer, serán para nuestro asombro, un día, grandes árboles, si en cada una de ellas ponemos la fuerza germinadora de la fe. ¿Seremos capaces de poner en las cosas pequeñas de la vida cotidiana ese amor tan grande con que cumplías, Señora, cada deber doméstico en treinta años de vida escondida?

Por eso vayamos con fe, tan pequeña como un grano de mostaza, al trono de la gracia, implorando su misericordia sin más argumentos que nuestra nada, que es lo que nos hace objeto de su predilección, a Ese Corazón Inmaculado, por tantos tan despreciado, en el que Dios hizo, hace y hará las cosas más grandes!    

Virgo Fidelis, ora pro nobis.

Ave Cor Mariæ. 

Padre José Ramón García GallardoConsiliario de las Juventudes Tradicionalistas

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