Madre Auxiliadora en el día de tu fiesta vengo a poner a tus pies benditos una corona de laureles para implorar sobre mi vida entera tu gracia y auxilio oportuno.
Estos laureles son la ofrenda victoriosa de tus hijos valientes, que agradecen tu auxilio en el combate cuando el miedo más acecha, porque todo lo alcanza el valor si tu gracia lo mantiene.
Acudimos a ti para que no nos suceda lo que narra el salmo 52,6: «no invocaron a Dios, allí temblaron de miedo, en donde no había que temer».
Escucha Madre el clamor de tus hijos, que sufren en su el ánimo la fuerza avasalladora de la huida que es una pasión más común de lo habitual.
La huida, como pasión, tiende a alejarnos del mal presente. Como todas las demás pasiones en sí misma es indiferente; la causa de su moralidad depende de que la razón por la cual se huye sea buena o mala. Está relacionada con el instinto de preservación, ya que lo natural es huir de todo aquello que es nocivo a la propia integridad y subsistencia.
Pero, aliados el miedo y la cobardía ciegan la inteligencia ante ciertas adversidades y el impulso pasional lleva a cometer atrocidades que afectan al individuo y al bien común. El miedo es un virus contagioso que se propaga a velocidad de vértigo en la sociedad y se convierte en pánico colectivo.
Es triste contemplar la huida de aquellos por cuyas venas corre sangre de los héroes numantinos, ellos, aunque paganos, prefirieron morir antes que perder la libertad. Hoy sus descendientes escapan por puertas diferentes: se divorcian los matrimonios porque huyen de los problemas, se drogan los jóvenes porque se evaden del dolor existencial y no se comprometen con nadie ni a nada, carentes de ideal. Huyen de sus hogares en busca de una felicidad que cada vez está más lejos, y por eso necesitan viajes cada vez más largos. Otros que huyendo de sí mismos se tiran por la ventana. Otros huyen de la realidad disparados al infinito cibernético que les ofrece la civilización artificial. Los hidalgos únicamente defienden su confort y traicionan sus deberes huyendo de todo aquello a lo que su nobleza les obliga. Los mercenarios huyen cuando viene el lobo, y los rebaños huyen a las catacumbas esperando el apocalipsis que los salve de la historia. Hay quienes huyen del deber que les incumbe como padres y abortan al inocente. Además, unos y otros huimos del combate convencidos de que lo hacemos porque somos pacíficos y buenos, huyendo de esta manera de la voz de la conciencia. De manera que al ver la cruz del deber huimos de ella como diablos.
No fue así el heroico y épico ejemplo de 165 guardias civiles y 45 paisanos en el santuario de santa María de la Cabeza al mando del Capitán Cortés. Su memoria es una bofetada a tantos que huyen en desbandada. Ellos resistieron sin esperanzas, fueron valientes y pusieron su propia vida como precio de la libertad de la Patria cuando el Frente Popular con saña infernal les asedió con diez mil hombres durante siete meses, resistiendo el constante bombardeo de siete tanques y de la aviación republicana. La sociedad actual, incluso la misma institución a la que pertenecían no entienden ni honran estas gestas que van plus ultra de la mediocridad de los tibios.
Que decir de Alonso Pérez de Guzmán, el defensor de Tarifa, que rechazó la rendición a cambio una gran suma de dinero enviada por los moros que sitiaban la ciudad.
«Los buenos caballeros – diría el noble leonés – ni compran ni venden la victoria». Al fallar la vía económica, un traidor puso ante de Pérez de Guzmán a su hijo, amenazándole de muerte. El padre, entre lágrimas, escuchaba los gemidos y exclamó: «No he engendrado un hijo para que vaya contra mi tierra; antes lo engendré para mi patria, para que vaya contra sus enemigos». Y dicho esto desenvainó su cuchillo y lo lanzó desde lo alto de la muralla, puesto que no iba a rendir la plaza de ninguna manera.
El pérfido traidor degolló al muchacho, pero el enemigo no logró tomar la ciudad. El sacrificio de Guzmán corrió como la pólvora y pronto llegó a oídos del rey Sancho, quien envió una carta en agradecimiento comparándole con el mismo Abraham y le concedió con justicia el sobrenombre de «Bueno» que le habría de acompañar en adelante.
Durante la Cruzada otro hito heroico nos dejó la epopeya del Alcázar de Toledo. Que haré breve por obvias razones con el dialogo del coronel Moscardó con su hijo Luis:
«Jefe de Milicias: Son Uds. responsables de los crímenes y de todo lo que está ocurriendo en Toledo, y le doy un plazo de diez minutos para que rinda el Alcázar, y de no hacerlo fusilaré a su hijo Luis que lo tengo aquí a mi lado.
Coronel Moscardó: ¡Lo creo!
Jefe de milicias: Y para que vea que es verdad, ahora se pone al aparato.
Luis Moscardó Guzmán: ¡Papá!
Coronel Moscardó: ¿Qué hay, hijo mío?
Luis Moscardó Guzmán: Nada, que dicen que me van a fusilar si el Alcázar no se rinde, pero no te preocupes por mí.
Coronel Moscardó: Si es cierto, encomienda tu alma a Dios, da un viva a Cristo Rey y a España y serás un héroe que muere por ella. ¡Adiós, hijo mío, un beso muy fuerte!
Luis Moscardó Guzmán: ¡Adiós, papá, un beso muy fuerte!».
Vivimos en una sociedad que ya no tiene fuerzas ni morales ni físicas para enfrentarse a la adversidad, mucho menos al dolor, donde se contagian unos a otros el terror con mayor eficacia que en la célebre batalla de los Cueros que tuvo lugar en el año 1325 en el término municipal de Jerez. Helena de Salazar, viuda de Simón de Cameros, comandaba a los cristianos contra las hordas musulmanas del Reino de Granada.
Os dejo dos pinceladas del relato de Coloma: «Pedía la prudencia treguas al valor y sólo bramando de coraje, pudieron mantenerse en sosiego hasta el alba, que se aprestaron a la pelea atando a los potros cerriles cueros crudos que a prevención llevaban».
Cuando de pronto se oye ―¡Córdoba por Jerez!― Eran las gentes de Córdoba, que sin ser llamadas, venían en auxilio de sus hermanos en Dios, en Patria y en Rey.
―¡Santiago! ―gritan los nuestros; y al despertar despavorido el moro, no acierta a proferir su antiguo grito de guerra. Rompe el silencio una tremenda algazara de trompetas y vocerío, atabales y rugidos, y con tal furia y empuje arremeten los nuestros al moro, que por tres cuartos de hora prolonga la polvareda las sombras de la noche: huyen los potros cerriles arrastrando con estrépito los cueros que los azotan y espantan; créceles la furia en la carrera, y tal pavor infunden en los caballos agarenos, que con su propio espanto descomponen el campamento.
Victoriosos, cordobeses y jerezanos, pusieron sus laureles con sangre cristiana como reliquilla y sangre agarena como trofeo, a los pies de la Virgen Santísima porque Todo lo alcanza el valor si la fe lo mantiene.
Interrogándome estoy ¿son los hombres de hoy, hijos de los héroes de ayer? Estos hitos están ahí para perpetua memoria de quienes sin amnesia ni miedos sustentan en la historia su proyección hacia el futuro. Se enfrentaron al enemigo y al peor de todos, sus propios miedos. No sentir miedo es de temerarios, vencerlo es de valientes, y porque sentir no es consentir es necesario dominar la pasión de la huida que arrastra con su impulso a la apostasía y la deserción, a la cobardía y la traición.
Alarma constatar cómo esta pasión se apodera de unos y de otros y ya lo que es miedo individual se vuelve pánico colectivo y como en la batalla de los Cueros, huimos disparados de cabeza al precipicio, aturdidos y aterrados, engañados y manipulados por los medios de comunicación, que hacen mas ruido y causan mas pánico que en la batalla de los Cueros.
Ante la tentación de la Huida, el miedo y el cansancio recemos la oración del Obispo de los Sagrarios Abandonados:
¡Madre Inmaculada! ¡Qué no nos cansemos! ¡Madre nuestra! ¡Una petición! ¡Que no nos cansemos!
Si, aunque el desaliento por el poco fruto o por la ingratitud nos asalte, aunque la flaqueza nos ablande, aunque el furor del enemigo nos persiga y nos calumnie, aunque nos falten el dinero y los auxilios humano, aunque vinieran al suelo nuestras obras y tuviéramos que empezar de nuevo… ¡Madre querida!… ¡Que no nos cansemos!
Firmes, decididos, alentados, sonrientes siempre, con los ojos de la cara fijos en el prójimo y en sus necesidades, para socorrerlos, y con los ojos del alma fijos en el Corazón de Jesús que está en el Sagrario, ocupemos nuestro puesto, el que a cada uno nos ha señalado Dios.
¡Nada de volver la vista atrás!, ¡Nada de cruzarse de brazos!, ¡Nada de estériles lamentos! Mientras nos quede una gota de sangre que derramar, unas monedas que repartir, un poco de energía que gastar, una palabra que decir, un aliento de nuestro corazón, un poco de fuerza en nuestras manos o en nuestros pies, que puedan servir para dar gloria a Él y a Ti y para hacer un poco de bien a nuestros hermanos… ¡Madre mía, por última vez! ¡Morir antes que cansarnos!
Madre mía ante esta situación actual, que no nos rajemos. Ante la locura imperante, que no nos chiflemos. Madre mía que no nos cansemos.
Nuestro Auxilio está en Su Corazón, donde encontraremos la gracia y el auxilio oportuno; recemos como niños flacos y débiles; pongamos unas ramas de laureles a sus pies. Y con su gracia luchemos hoy con coraje por los eternos ideales a ejemplo de nuestros mayores y mañana pondremos ante su celestial trono como mártires, como héroes la corona de laureles que luchando contra el miedo supimos conseguir.
Ave Cor Mariæ.
Padre José Ramón García Gallardo, Consiliario de las Juventudes Tradicionalistas
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