
Hablando de Inglaterra y de cómo las consecuencias más funestas de la imbecilidad ambiente parecen estar ensañándose con la tierra que vio nacer a Thomas Tallis y Charles Dickens, ya mencionamos en cierta ocasión que la psicosis de la corrección política estaba comenzando a causar estragos casi hilarantes. Fue cuando llamamos su atención sobre aquel memorable embajador negro de la blanquísima Isabel de Inglaterra de la, por demás olvidable, María, reina de Escocia.
A mí no me parece mal que una cierta categoría de artistas y cineastas con mala conciencia emprendan una labor, tal vez razonable y necesaria, de exposición y condena de las injusticias históricamente cometidas contra este o aquel colectivo. Sí me parece mal que determinados acontecimientos históricos sólo puedan considerarse —si se tiene la aspiración de obtener carta de naturaleza en el Parnaso posmoderno— desde ese exclusivo punto de vista. Dicho en otras palabras: me parece muy bien que haya películas sobre «el tema de los judíos» y sobre «el tema de los esclavos», pero no que sólo se pueda hablar de la Segunda Guerra Mundial tomando como imprescindible punto de partida la exaltación casi religiosa de judíos, americanos y franceses y la execración maniquea de todo lo alemán. Porque estaré muy de acuerdo en afirmar que «lo alemán», en cuanto que característica y exclusivamente «alemán» (i.e. protestante, anti romano y anti mediterráneo) es «mal», en una proporción preocupantemente alta. Pero también se puede decir lo mismo de «lo americano», en tanto que puritano y liberal, de lo francés en tanto que revolucionario y masón y de lo judío… (Callar es de sabios).
Y ya lo que me parece muy mal es que la inevitable canonización social de los colectivos históricamente perseguidos exija del público el sacrificio de su inteligencia y de su saber por la obligada aceptación de falsos hechos históricos (verdades contrafácticas o, si se quiere, contrahechos) que tienden a apuntalar reivindicaciones y reclamaciones quizá no tan justificadas después de todo. Es el caso del embajador negro, que es, a mi modesto entender, una ocurrencia fílmica de eso que en Derecho se llama «discriminación positiva». También hemos mencionado ya los graves peligros que la discriminación positiva comporta. Lo hicimos comentando el caso de la nueva, única y flamante generala del Ejército Español a quien, gracias a los buenos haceres de su señora Ministra, medio país considera como acreedora a su ascenso más por méritos biológicos que castrenses. Con las personas de color pasa exactamente lo mismo. Uno no puede evitar pensar que cuando nos calzan a un actor negro para interpretar a un aristócrata de la Inglaterra isabelina, no se le ha elegido en atención a sus méritos interpretativos (thespianos, dirían ellos, con encantador helenismo) sino por una simple cuestión de bronceado. La consecuencia práctica, en uno y otro caso, a largo plazo es exactamente la misma: la abolición de las mujeres, por el transgenerismo y la abolición de los negros.
La subversión comenzó, como comienzan siempre todas las subversiones, por una cuestión de palabras. Nos dijeron que negro estaba mal, que era racista, que no expresaba una representación adecuada de la realidad. Probablemente alguien respondió (al menos, espero que así se hiciera), que una representación cromáticamente adecuada de la realidad debería, en efecto, reemplazar el vocablo negro por el vocablo marrón, pero que éste, a su vez, era un término con connotaciones más desagradables que el racismo. Por otro lado, tal vez algún medievalista erudito replicó que podríamos, quizá, recuperar la clásica denominación metonímica de «etíopes» para referirnos a todas las personas de ese determinado color de piel. A lo que se reprocharía que se incurría en la misma reducción eurocéntrica, blancocéntrica, tomista, fascista y ultracatólica que cuando se llama «moros» a los musulmanes. Conste que a mí «etíope» me parece un eufemismo aceptable, dadas las circunstancias (uno de los primeros discípulos de Nuestro Señor, dicho sea de paso, es el célebre eunuco de la reina Candaces de Etiopía, como se lee en los Hechos de los Apóstoles). Como negro era un término semánticamente cargado de significaciones esclavistas y racistas[1] se nos propuso en un primer tiempo hablar de personas de color. Y aquí, claro, montaron en cólera los lógicos y los metafísicos de este mundo. Porque el color, dice Aristóteles, es una propiedad (es decir, no un accidente, es decir que no puede no darse) de todos los cuerpos en cuanto que poseen superficie. Los blancos, en la abrumadora mayoría de los casos que yo conozco, también poseemos superficie, así que no se termina de comprender muy bien por qué, por una manía eufemística que sólo tiene por objeto pervertir las conciencias y deformar la realidad, sólo los africanos y los asiáticos tienen, desde entonces, derecho al color de piel.
El uso, por absurdo, acabó también cayendo en el olvido, y nuestros brillantes próceres nos han iluminado recientemente con el sintagma, absolutamente mágico, de personas racializadas que me parece, dicho sea de paso, parangón insuperable de las expresiones eugenésicas. Ni el KKK lo habría hecho mejor.
Todo empezó, al menos en cuanto a mi conocimiento de la referida expresión, cuando el Ministerio de Igualdad hace ya algunos años presentó los que serían los primeros mil seiscientos nombres de su nómina de asesores, entre los que se contaba, para mayor onanismo mental de la izquierda patria, una señorita de color, de la que nos informaron que era la primera diputada racializada de la Historia de España (y del Sistema Solar, y del Universo Conocido y de Todos los Universos Posibles…). Enseguida, la siniestra caterva de fascistas que aprecian la Verdad y los Hechos contraatacaron diciendo que eso era una mentira y gorda y de muy mala fe: porque la primera diputada negra de la Historia de España fue un Procurador en Cortes de la Guinea Ecuatorial, nombrado por el Satán de El Pardo y, casualmente, tío de la mencionada. Pero lo importante es el vocablo racializada. Porque racializada no incurre en ningún error de orden ontológico. No priva a la substancia de la que no se predica de una propiedad. Racializado no es, primo et per se, una cualidad de los cuerpos en cuanto que tienen superficie (como lo es negro, blanco o de lunares). Racializado dice una relación. Racializado no se dice así, sin más. Se dice racializado del que presenta unas características fenotípicas diferentes de las que presenta la mayoría de la población en una sociedad determinada. La sociedad determinada, en este caso, en la que ha nacido y en la que se ha propagado la expresión es la occidental, mayoritariamente blanca, por caucásica. Racializado es que presenta características de otra raza que no es la occidental. Racializado no dice ni negro, ni chino, ni esquimal, racializado dice de manera clara, radical, violenta incluso: no blanco.
Gracias a los avances de la filología progresista, los negros ya no se definen por su color de piel, sino por relación a los blancos. Lo que los nazis no se atrevieron a decir sobre los arios, lo que Arana y el PNV no se atrevieron a decir sobre los vascos, lo que Torra casi dijo en sede parlamentaria sobre los catalanes, lo afirma sin pudor el Progresismo rampante de los blancos: son el primer analogado del ser humano. Los demás, se dicen en proporción a ellos.
Yo, por mi parte, como creo que unos y otros tenemos un alma inmortal y, en ese sentido, somos radicalmente iguales ante los ojos del Señor, me opongo ferozmente a la abolición, siquiera verbal, de los negros.
[1] Otra cuestión que no ha lugar tratar aquí en este momento, sería establecer si sí o si no la esclavitud, tal y como la practicaron unos y otros pueblos históricamente estaba fundada en consideraciones raciales o de distinción jerárquica de pueblos (y no de individuos) como tales. Porque ni siquiera en Aristóteles está muy claro que hable de pueblos en cuanto tales cuando se refiere a los hombres naturalmente destinados a servir. Más aún, sería de la mayor importancia distinguir la esclavitud en el universo protestante anglosajón, de la esclavitud en el mundo católico, con especial incidencia en las enseñanzas del Magisterio pontificio. Y, por rizar aún más el rizo, dentro del mundo católico, distinguiendo entre los países que no son España y España, que fue deliberada y conscientemente esclavista por vía de represalias contra los piratas berberiscos en primer lugar, por una deliberada y consciente (e isabelina, en el sentido positivo de esta expresión) afirmación de la condición plenamente humana y, naturalmente no-servil de los indios de América y por una participación, lamentable, pero desgraciadamente muy extendida, a la tolerancia generalizada hacia la esclavitud tal y como se practicaba en África. Tolerancia e incluso justificación de las que participó, notablemente, un tal Bartolomé de las Casas.
G. García-Vao
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