Me resisto, por razones evidentes que ya he apuntado en alguna ocasión, a utilizar el vocablo «inquisición» con un sentido peyorativo, como les encanta hacer a nuestros contemporáneos y, especialmente, a nuestros eclesiásticos contemporáneos. Verbigracia en las expresiones «inquisición laica» e «inquisición de lo políticamente correcto». Prefiero, por razones evidentes de respeto a una institución eclesiástica que yo, como católico, en principio, debería defender antes que denostar; y por razones evidentes de desprecio a instituciones totalitarias que, por muy «de derechas» que se pretendan, ningún católico con dos dedos de frente puede pretender justificar -y no lo digo por decir-, hablar de la Gestapo progresista e, incluso, de los SSS («Sátrapas del Saneamiento Sociológico»). Porque, además, y esto es lo grave, por el refinamiento de los medios técnicos y antropológicos, por el carácter perfectamente multiforme y evanescente de sus contenidos ideológicos (los nazis tenían ideas muy malas, pero al menos tenían ideas definidas), por la impagable ayuda de una ciudadanía adocenada hasta límites que habrían provocado un éxtasis místico-infernal en el ministro de la Propaganda Goebbels, nuestras modernas policías secretas pueden presumir de una eficacia nunca antes vista; del apoyo incondicional de la opinión pública; y, sobre todo, de no tener, ni siquiera, que trabajar secretamente en oscuros departamentos-tapadera de algún ministerio de segunda categoría.
El wokismo rampante hace la ley en interné y depura de la manera más eficiente a los enemigos del régimen sin piedad, sin pérdida de tiempo y sin derramamiento de sangre, por el novedoso procedimiento de la «cancelación». Lo que en cristiano viejo se llamaba damnatio memoriæ. Lo más interesante es que, agotadas ya, prácticamente, las grandes figuras perversas y siniestras de enemigos del Bien y del Progreso, los buitres ideológicos se ciernen ahora con voracidad sobre todos aquellos que, siendo Buenos y Progresistas, no lo fueron lo suficiente. Como los negros «de derechas».
El escándalo saltó hace ya algunos años cuando alguna actriz «de color» ganó un premio de la Academia y la prensa comenzó a sacar sus inefables titulares del tipo «primera actriz de color que», «primera vez que una afroamericana», etc. Lo que pasa es que la «primera negra que» -porque en aquella época siniestra y, gracias a Dios, lejana, a nadie se le ocurría pensar que los blancos, con no ser negros, dejasen de tener color, y aún se podía decir negro– fue una genial actriz secundaria que obtuvo su Óscar a la Mejor Actriz de Reparto por su papel de Mamie en Lo que el viento se llevó. Se llamaba Hattie McDaniel y hoy se la considera, generalmente, una fascista de primera categoría, por el desatino, por el crimen de lesa humanidad (por lesa negritud) de haber hecho de negra en una película de blancos. Peor aún, por haber interpretado el papel de esclava en una película que, aunque hablaba de la esclavitud, no era un panfleto incendiario contra la esclavitud. Aún más grave, lo peor de lo peor que se puede ser en este mundo (por detrás de hombre blanco cisgénero de la religión mayoritaria): por participar en un filme calificado de revisionista.
Lo que el viento se llevó no es una apología de la esclavitud. A nadie con una inteligencia que supere ciertos parámetros bastante elementales se le ocurre hoy (y «hoy» es una horquilla temporal lamentablemente pequeña, en cierto sentido, pero ya bastante amplia: al menos desde la segunda mitad del s. XIX) justificar teóricamente la esclavitud, fundándose en una jerarquía entre razas. Margaret Mitchell (la autora de la novela original) no es una excepción. El desatino, el crimen contra la humanidad, el anti-progresismo radical e imperdonable de la autora y de los cineastas que no la cancelaron en su momento, fue el de ofrecer una visión de los acontecimientos que no era absolutamente negra. Y, sí, la metáfora es doble.
La supuesta apología (o enaltecimiento de la esclavitud) consiste única y exclusivamente, a mi juicio, al de la autora y al de los responsables de la película, en decir dos cosas. Dejando a un lado, por cierto, el detalle casi insignificante de que novela y película pretenden contar la historia de Escarlata O’Hara, no de la esclavitud en los Estados Unidos. Dos cosas, decía: una, que el viento de la lucha contra la esclavitud se llevó, de paso, muchas cosas Buenas, Bellas y Dignas de haber sido conservadas y que, de hecho, no se hallaban en relación de dependencia directa con la institución del trabajo esclavo, a saber: la apuesta por una economía basada en la agricultura y en una industrialización muy moderada (y que muy probablemente habría podido pasar, sin grandes dificultades, a la remuneración obligatoria de su mano de obra); la constitución política de una nación que aún trastabillaba y se debatía acerca de la conveniencia de implantar un gobierno central poderoso e invasivo (frente a la soberanía de los Estados de la Unión, punto éste, en realidad, determinante de la Guerra de Secesión, para la cual el debate sobre la esclavitud sólo fue un pretexto); y, quizá no lo más importante, pero sí lo más destacado por Mitchell, la apuesta por una sociedad decididamente no igualitarista, pero no primo y per se por cuestiones de raza, sino, sobremanera, por criterios de educación y de moral. A lo mejor el problema de fondo en los nacientes Estados Unidos no era la lucha entre negros y blancos, sino la lucha entre la burguesía nihilista de Nueva York y Washington y los terratenientes que imitaban a la vieja aristocracia europea de Tara y Los Doce Robles. Porque tampoco el Norte tuvo líderes de color. La cuestión negra fue entonces, como lo fue en el caso de Hattie McDaniel, como lo sigue siendo, un vil pretexto.
Porque decir de algo malo, objetivamente malo y universalmente calificado como malo que no todo en ello era malo al cien por cien no es hacer una apología. Es hacer historia con un mínimo de seriedad. De manera semejante, no denunciar biliosamente algo que es malo, objetivamente malo y universalmente calificado como malo cuando la ocasión no se presta a ello (porque los fines que se persiguen son artísticos y no políticos), no significa, en realidad, nada. El silencio, fuera del especialísimo mundo del Derecho, no tiene valor probatorio.
Lo que el viento se llevó es hoy, y cada vez más, la expresión de la estulticia progresista que sirve, esto siempre está claro, a intereses mezquinos y oscuros. Poca gente sabe que Margaret Mitchell, en la larga lista de sus pecados, contaba también el de ser católica, en el Estado de Texas que ya hacía tiempo que había dejado de formar parte (geográfica, política y culturalmente) de la vieja Nueva España. Y que, a su muerte, los derechos de su novela y productos derivados debían abonarse a la diócesis católica de Atlanta. Así, cada vez que un portaestandarte de la izquierda mema logra persuadir a un incauto de no ver Lo que el viento se llevó está, además de convirtiendo a un borrego más a la falsa causa de las minorías oprimidas (de la que hablaremos largamente la próxima semana), dejando de contribuir a la obra social de la Iglesia en los muy necesitados de catolicismo Estados Unidos.
Gracias a Dios la esclavitud se abolió hace tiempo. Y no fue gracias a los ideólogos de medio pelo que se llenan los bolsillos criticando a los que sí sufrieron en sus carnes la discriminación. Porque expulsar a Hattie McDaniel del parnaso de la farándula porque su carrera contribuyó a «perpetuar estereotipos raciales» es decidir ignorar paladinamente que fue, efectivamente, la primera actriz negra en recibir el Óscar. Y que tanta fue su contribución a perpetuar la injusta persecución contra los de su raza, que hasta tuvo que comer en una mesa segregada en la ceremonia de los premios. Es una de las más paradójicas conquistas del Progresismo: cuando ha alcanzado el poder, tras haber liquidado por el camino a sus abuelos, empieza a matar a sus padres.
La abolición de la esclavitud no satisfizo a los ideólogos del Progreso. La siguiente etapa es la abolición de los negros.
G. García-Vao
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