En este mes de mayo en que se han cumplido los MCDXXXVI años desde la conversión del rey Recaredo al catolicismo, marcando el comienzo de la unidad católica de España, publicamos este artículo de Rafael Gambra, que fue publicado en abril de 1991 en el «Boletín Fal Conde», del Círculo Manuel Fal Conde de Granada.
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El primero de los lemas del Tradicionalismo es Dios; los otros son Patria y Rey. Cuando en ese trilema se afirma a Dios no se quiere decir únicamente que Dios existe o que creemos en Dios, ya que se trata de un ideal político. Lo que se significa es que Dios ─y su santa Religión─ deben ser el fundamento en España del poder, de las leyes y las costumbres de la sociedad.
Cuando tantos y tantos leales españoles dieron su vida en los frentes de batalla o ante el pelotón de fusilamiento gritando ¡Viva Cristo Rey! no pretendían sólo dar testimonio de su fe sino afirmar su anhelo del reinado social de Jesucristo, causa por la cual se inmolaban.
¿En qué consistirá ese reinado social de Jesucristo y ese fundamento en Dios de la sociedad y de la Patria?
Esto nos conduce a dos nociones antaño muy claras y hoy oscurecidas y controvertidas por la malignidad de los tiempos. La noción de confesionalidad católica del Estado y la de unidad religiosa. Conceptos muy cercanos entre sí, pero diferentes, que interesa, ante todo, aclarar. El primero se opone al laicismo del Estado; el segundo, al pluralismo y la libertad religiosa en el fuero externo.
La confesionalidad del Estado consiste en que éste declare profesar la fe católica como única religión verdadera y que, consecuentemente, atenga sus leyes y gobierno a la ley de Dios, que es también la ley natural. La primera norma para un Estado confesionalmente católico es el Decálogo. Por su virtud le está vedado por principio promulgar ley alguna que se oponga a esa primordial normativa, como sería el divorcio vincular, la despenalización del aborto, la legitimación de la pornografía o de la eutanasia, etc. Para un Estado no confesional, laico, no existen otros puntos de referencia moral ni otros orígenes de la ley que la llamada Voluntad General o la voluntad carismática de un Jefe.
La unidad religiosa, por su parte, puede entenderse en dos sentidos. Primero, como el hecho real e histórico de que un pueblo profese una sola fe como religión establecida, de forma que los disidentes, si los hay, sean marginales y sin entidad ni arraigo histórico en el conjunto del país. España y casi todos los países de la América hispana, por ejemplo, poseen esa unidad de hecho. Holanda, Alemania el Reino Unido no la tienen porque conviven en ellas dos o más religiones con parecido peso específico y raíces históricas. Segundo, como una norma política y jurídica por la cual el Estado no admite más culto público ni más propaganda religiosa que la de la religión oficial. La unidad religiosa, en este segundo sentido, supone la confesionalidad del Estado, pero añade algo más: la prohibición de todo culto no católico fuera del ámbito privado.
La unidad religiosa no supone negar la llamada libertad de conciencia en materia religiosa. Nadie puede, ni moral ni aún físicamente, imponer a los hombres una fe que no posean. Tampoco supone la prohibición de la práctica privada de otras religiones ni aún el culto colectivo en templos propios de esas confesiones. Sólo pone un límite a esa libertad de cultos: su expresión o manifestación pública y su propaganda organizada y pública. Ello por entender que la fe es un bien fundamental que debe preservarse y que su pérdida o apostasía es un mal que debe evitarse. Esta unidad religiosa como norma política y jurídica tiene como fin primario la gloria de Dios y la salvación de las almas, y como fin secundario el bien del propio Estado. La libertad religiosa entendida como Estado laico es el origen de la ingobernabilidad de los pueblos y de la anarquía de las conductas. Toda práctica, hasta las más aberrantes, pueden respaldarse en alguna religión que las permita o aconseje.
Cuando en un país existe más de una religión establecida de hecho, la prudencia política del gobernante aconseja la libertad para la práctica y expresión de esos dos o más cultos. No por ello debe el Estado ser neutro o laico, sino que deberá hacer suya la normativa moral que sea común a esas religiones. O bien, hacer profesión de la religión más antigua y arraigada y practicar la tolerancia de los otros cultos. No es este el caso de España donde siempre existió la unidad católica en el Estado. Ella nos preservó de las guerras de religión y de las guerras internas de las familias en los matrimonios y en la educación de los hijos. Por ella dieron su vida cuantos lo hicieron «por Dios y por la Patria».
Rafael Gambra.
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