Los prejuicios filosóficos en materia cosmológica (I)

resulta crucial la interpretación que se le quiera dar a los datos comúnmente aceptados sin problema por todos

Edwin Powell Hubble (1889 - 1953) echa un vistazo por el telescopio con espejo de 2,5 metros de diámetro del Observatorio del Monte Wilson, Los Ángeles (California), en 1937.

Se suele subrayar como un rasgo característico de la metodología de la «ciencia moderna» su escrupuloso sometimiento a los datos empíricos obtenidos por sus distintos medios instrumentales. La posibilidad de su falseamiento (deliberado o accidental) es un asunto relativamente menos importante, ya que no se puede evitar que las experiencias recurrentes tiendan a eliminar toda duda sobre la objetividad de los hechos brutos obtenidos. Lo que sí resulta crucial es la interpretación que se le quiera dar a esos datos comúnmente aceptados sin problema por todos, y en la cual –como se ha señalado en la Filosofía de la Ciencia– no pocas veces ocupan un lugar preeminente las visiones apriorísticas de los implicados, por muchas protestas de «neutralidad científica» que deseen proclamar.

Aprovechando que este año se cumple un siglo del descubrimiento por Edwin Hubble, el 6 de octubre de 1923, de una cefeida en la nebulosa de Andrómeda, nos gustaría presentar el caso particular de este cosmólogo estadounidense como ejemplo práctico de ese decisivo influjo que pueden llegar a ejercer las presunciones filosóficas en la explicación particular de los fenómenos observados. Una cefeida es un tipo de estrella variable, es decir, que sufre cambios iguales de luminosidad en períodos regulares. Son valiosas para los astrónomos por servir de indicador (aunque indirecto, basado en supuestos derivados de su relación periodo-luminosidad) para la medición de distancias en el firmamento. La descubierta por Hubble radica su importancia en que arrojaba una cifra de lejanía superior a la que hasta ese momento se tenía de cualquier astro conocido, por lo que conjeturó que la nebulosa a la cual estaba ligada la cefeida debía ser una agrupación de sistemas de estrellas situada fuera también de nuestro entorno celeste. A partir de ahí, a todos esos objetos del cielo –bien conocidos desde antaño– que, por parecer nubecillas que adoptaban diversas formas, se les llamaba «nebulosas», Hubble empezó a denominarlos «galaxias», y se fue sustituyendo la cosmovisión «unigaláctica» imperante hasta entonces, por la nueva concepción «multigaláctica» del Universo con la cual estamos hoy día familiarizados.

Hubble realizaba sus investigaciones desde el Observatorio del Monte Wilson de Los Ángeles, que albergaba el más grande telescopio jamás construido desde su inauguración en 1917 hasta que fue desbancado en 1949 por el Observatorio del Monte Palomar, en San Diego. Lo financiaba la organización filantrópica del Instituto Carnegie, quien se apresuró a promover el primer anuncio público de la «buena nueva» en el número de 23 de noviembre de 1924 de The New York Times, bajo el titular: «Encuentra que las nebulosas espirales son sistemas estelares. El Dr. Hubble confirma la visión de que son “Universos-Isla” similares al nuestro». El término «Universo-Isla» solía asociarse con el filósofo Kant, quien fue el primero en lanzar esta hipótesis astronómica en un ensayo de juventud de 1755 (Historia general de la naturaleza y teoría del cielo), si bien él nunca utilizó esa concreta expresión que se generalizó en los ambientes científicos angloamericanos, en donde más imperaba el debate sobre la naturaleza de las nebulosas. Hubble se dedicó a continuación durante el resto de la década de los veinte a estudiar el tipo espectral (o color del arco iris) de la luz emitida por esos cuerpos, es decir, la frecuencia de onda lumínica con la que llegan a la Tierra. Observó que, salvo unas muy pocas galaxias cuya luz se desplazaba hacia el lado azul (mayor frecuencia) del espectro, casi todas ellas lo hacían hacia el rojo (menor frecuencia), distribuyéndose las galaxias en torno a la Tierra en sucesivas capas concéntricas en donde las más alejadas (o con mayor corrimiento hacia el rojo) iban estando cada vez más pobladas que las más cercanas (o con relativo menor corrimiento hacia el rojo). Esta tendencia al rojo de las galaxias podía tener una doble explicación: o bien, en un Universo estático, la luz de las galaxias más alejadas perdía más energía en su recorrido a la Tierra y, por tanto, llegaba con menor frecuencia de onda; o bien, en un Universo dinámico, en expansión, el supuesto movimiento de alejamiento de las galaxias más distantes hacía que sus ondas de luz llegaran con menor frecuencia a la Tierra, de manera similar a cómo la sirena de un coche que se va acercando nos suena más aguda (o con mayor frecuencia) mientras que cuando se aleja nos suena más grave (o con menor frecuencia). Hubble optó por la interpretación dinámica en su artículo conclusivo «Una relación entre distancia y velocidad radial entre las nebulosas extragalácticas», publicado en el nº de 15 de marzo de 1929 del semanario oficial de la Academia Nacional de Ciencias de Estados Unidos. Últimamente, dicho sea de paso, se estuvo discutiendo a quién había que atribuir la paternidad de la hipótesis de la expansión del Universo, habiendo quedado claro que el primero que la formuló fue el Sacerdote belga Georges Lemaître en su trabajo titulado «Un Universo homogéneo de masa constante y de radio creciente, teniendo en cuenta la velocidad radial de las nebulosas extragalácticas», aparecido en los Anales de la Sociedad Científica de Bruselas de 1927. Era éste un debate de relativa significación en la comunidad científica, ya que esa idea está en el origen del llamado modelo cosmológico del Big Bang, hoy día dominante en dicha comunidad. 

(Continuará)

Félix M.ª Martín Antoniano

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