
Bendito y alabado sea el Santísimo Sacramento del Altar
Uno de los más graves errores que trajo el protestantismo es la radical separación del orden de la gracia y el orden de la naturaleza: afirmar el carácter imputativo de nuestra justificación y la operatividad extrínseca de la gracia de Dios lleva a una concepción naturalista de nuestras obras; a lo sumo, en versión calvinista, nuestras acciones serían síntomas de una hipotética predestinación, pero nunca una participación humana, dirigida por la gracia santificante, de la libertad divina. El resultado de esta ruptura protestante de la relación gracia-naturaleza es la desacralización de nuestra propia humanidad y de todo lo que de ella resulta, pistoletazo de salida de la secularización.
Frente a la concepción protestante, en cambio, la doctrina católica siempre ha enseñado que el hombre no es sujeto pasivo, sino activo y cooperante de su propia salvación, por la fe, sí, pero también por las obras, con respecto de las cuales la gracia actúa intrínsecamente. La gracia perfecciona nuestra naturaleza desde dentro, y por ella alcanzamos la plenitud de nuestra humanidad. El resultado de esta concepción es el opuesto: la sacralización de lo humano, que encuentra su reflejo fundamental en Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre (unión hipostática). «El Hijo único de Dios —explica Santo Tomás en su opúsculo sobre la fiesta del Cuerpo de Cristo precisamente—, queriendo hacernos partícipes de su divinidad, tomó nuestra naturaleza, a fin de que, hecho hombre, divinizase a los hombres». A esta íntima conjunción de humanidad y divinidad recuerdan aquellos versos geniales de Gabriel y Galán sobre Santa Teresa de Jesús:
«Mujer de inteligencia peregrina
y corazón sublime de cristiana,
fue más divina cuanto más humana
y más humana cuanto más divina».
Las consecuencias de esta concepción de la relación entre la gracia y la naturaleza, entre lo divino y lo humano, se extienden a todas las realidades. «Puesto que Dios se hizo hombre —explica el Profesor Miguel Ayuso—, la creación entera se elevó a un nivel sagrado, lo que podría llamarse la divinización de la realidad». Aquel error sobre la relación entre la gracia y la naturaleza, inoculado por la herejía protestante primero y articulado políticamente por el liberalismo después, está en la base de lo que Wilhelmsen bautizó como el problema de Occidente y los cristianos: «un mundo sagrado, un mundo santificado, un mundo transfigurado en Cristo es una imposibilidad dentro del luteranismo». Antes de la llamada Reforma, «la consagración del mundo —continúa el carlista norteamericano— hizo que el hombre considerase una cosa o una institución, no como tal cosa y nada más, ni como un bloque de materia sin sentido, sino como una realidad bañada en la gracia de Dios. […] El orden político así como el orden social pertenecían al orden de los sacramentales. […] La sociedad sagrada, en fin, era una consecuencia de la Encarnación y de la Redención. […] Había una unión entre lo divino y lo natural que era el resultado de la estructura misma de la existencia, tal y como aquella existencia se había transformado por la obra salvadora de Cristo».
Pero si esta íntima relación entre lo humano y lo divino encuentra su fundamento, como hemos dicho, en la unión hipostática de las naturalezas humana y divina en la persona de Nuestro Señor Jesucristo —a través de esa encarnación redentora que es, según el maestro Francisco Canals Vidal, «principio fundamental de la concepción católica de la vida»—, no es menos cierto que dicha relación se actualiza constantemente y se perpetúa a través del sacramento de la Eucaristía instituido por Él, en que «se contiene verdadera, real y sustancialmente el Cuerpo, la Sangre, el Alma y la Divinidad del mismo Jesucristo Señor nuestro», y por el que Dios decidió permanecer con nosotros hasta el fin de los tiempos: «Y mirad que Yo con vosotros estoy todos los días, hasta la consumación del siglo» (San Mateo, 28:20).
Se comprende fácilmente, por tanto, la centralidad del sacramento de la Eucaristía en la economía de la salvación y en la concepción cristiana del mundo. «La Eucaristía —ha escrito Vázquez de Mella en las páginas memorables de su Filosofía de la Eucaristía— es la síntesis suprema en que parece que Dios ha querido condensar, sin confundirlos, lo ideal y lo real, lo natural y lo sobrenatural. Explica y esclarece las ideas de ser, substancia, esencia, naturaleza, causa, relaciones entre lo finito y lo infinito, y abarca, por lo tanto, la metafísica, la psicología y la teodicea. […] Si la pudiéramos ver sin velos, veríamos toda la ciencia, la esencia del universo en la divina, y se habrían acabado los secretos y los arcanos que atormentan al entendimiento humano». Y si las consecuencias de la relación entre la gracia y la naturaleza se extienden a todos los ámbitos de la vida, también podemos decir que no hay realidad, ni divina ni humana, que no pueda y aun no deba ser considerada desde una perspectiva eucarística. Tal es el alcance de la encarnación redentora perpetuada en este sacramento.
(Continuará)
Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella
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