La realeza de Jesús Sacramentado (y II)

Francisco Canals comprendió la importancia de la ortodoxia cristológica esencialmente formulada en los siete primeros concilios de la Iglesia

Misa de campaña del Tercio de Montejurra

Sea por siempre bendito y alabado

Ahora bien, de entre todas las realidades susceptibles de ser consideradas desde esta perspectiva, hay una que por su elevada importancia merece ser destacada: la realidad política. «La ley natural —nos recuerda ahora Juan Fernando Segovia— ordena la vida de toda sociedad humana, es cierto, pero el orden de lo “natural” que sus principios consagran es perfeccionado por el orden “sobrenatural” de la gracia, y es necesario que así sea también en lo político. […] Por ello, la ley natural se corona con el Reinado social y temporal de Nuestro Señor Jesucristo».

Pero el Reinado social y temporal de Nuestro Señor no es el imperio abstracto de una divinidad escondida en las nubes, sino la autoridad sacramentalmente ejercida desde el Altar. Por eso Pío XI nos recuerda la dimensión eucarística de esa Realeza de Cristo, que es a la vez divina y humana: «la soberanía o principado de Cristo se funda en la maravillosa unión llamada hipostática. De donde se sigue que Cristo no sólo debe ser adorado en cuanto Dios por los ángeles y por los hombres, sino que, además, los unos y los otros están sujetos a su imperio y le deben obedecer también en cuanto hombre; de manera que por el solo hecho de la unión hipostática, Cristo tiene potestad sobre todas las criaturas». E insiste en relacionar esa Realeza con el sacramento rey: «No se debe pasar en silencio que, para confirmar solemnemente esta soberanía de Cristo sobre la sociedad humana, sirvieron de maravillosa manera los frecuentísimos Congresos eucarísticos que suelen celebrarse en nuestros tiempos, y cuyo fin es convocar a los fieles de cada una de las diócesis, regiones, naciones y aun del mundo todo, para venerar y adorar a Cristo Rey, escondido bajo los velos eucarísticos».

Por lo expuesto, es fácil advertir que nuestra relación con la Eucaristía va a determinar nuestra relación con todo lo divino y lo humano —y lo político— de tal manera que una equivocada comprensión del profundo misterio que encierra el Santísimo Sacramento del Altar tendrá funestas consecuencias en la coherencia práctica de nuestra vida cristiana. Por poner un ejemplo, no debe extrañar que en los viejos reglamentos de la Adoración Nocturna Española se recogieran como «intenciones generales y permanentes» de la misma, entre otras, «la restauración de la Cristiandad y de la Unidad católica en España; y la unión, acierto y prosperidad de cuantos trabajan por la soberanía social de Jesucristo». Tampoco debe extrañar que el mismo fundador de la ANE y gran apóstol de la Eucaristía, Luis de Trelles, sostuviera que «el retraimiento, en política como en religión, es señal de cobardía y desaliento, o camino de apostasía, merecedor de viva y enérgica censura» (por eso no podemos sino discrepar de quienes han dicho que el carlista de Vivero «comprendió que la política no sirve para la defensa de Cristo, llegando a la definitiva conclusión de que sólo la oración puede salvar a la Iglesia», juicio éste, además de heterodoxo, del todo falso e injusto con su vida y obra).

Pero quien mejor y de manera más precisa ha advertido esta correlación entre la forma de vivir el misterio eucarístico y la coherencia práctica en la vida política ha sido el ya mencionado Francisco Canals, que comprendió con acertadísima intuición la importancia de la ortodoxia cristológica esencialmente formulada en los siete primeros concilios de la Iglesia y cómo los errores en la comprensión de dicha ortodoxia se traducen en errores prácticos y políticos. No podemos resistirnos en este punto a extractar enteros estos luminosos párrafos:

«Hace algunos años comparé el arrianismo, reducción filosófica que rebajaba el Verbo y a la vez negaba el alma humana en Cristo por suponer que el mismo Logos se unía a un cuerpo humano, a las posiciones a que tienden los cristianos “demócratas”, que reducirían el mensaje cristiano a un nivel político, no sobrenatural, pero al hacerlo utilizan este pseudocristianismo para desterrar del horizonte de las sociedades cristianas todas las legítimas tradiciones humanas sobrenaturalizadas, es decir, la que constituían el régimen cultural y político de la Cristiandad.

»Podemos pensar que siempre que se cae en la beatería —que el padre Orlandis definía como “inconsciencia en lo sobrenatural y religioso”, no como “exceso” de piedad— de suponer que la fe excluye el conocimiento natural, por lo que no lo presupone sino que lo suplanta, como hicieron las corrientes fideístas y el tradicionalismo filosófico, estamos en una actitud semejante al apolinarismo y el eutiquianismo. Una actitud prácticamente errónea paralela a ésta, que históricamente se dio en conexión con el tradicionalismo filosófico, es la que viene a exigir el escepticismo político en nombre de la soberanía de Cristo, como aquel tradicionalismo venía a imponer el escepticismo filosófico en nombre de la fe.

»También hemos de reconocer que cuando centramos nuestra atención, para la salvación de las realidades humanas destruidas por la Revolución y los errores contemporáneos, en elementos filosóficos verdaderos, ambientes culturales tradicionales y políticas rectas y contrarrevolucionarias, pero ignoramos prácticamente que sin la gracia ganada por Cristo en la Redención —que nos eleva a la participación de la naturaleza divina, y que es el único principio que puede restaurar la integridad del orden natural—, tales acciones quedarían estériles e impotentes, estamos, en lo práctico, obrando con la misma actitud que llevó, en lo cristológico, al nestorianismo, y en lo soteriológico, al pelagianismo y al semi-pelagianismo».

Finalmente, no podemos concluir sino subrayando brevemente la importancia de expresar litúrgicamente la Realeza de Cristo-Eucaristía y lamentando que, en lo que a nuestro tema respecta, y por decirlo con las palabras de Monseñor Ignacio Barreiro Carámbula, «el nuevo mensaje de naturaleza escatológica que da la liturgia reformada sólo puede ser motivo de preocupación, en la medida en que remite el reinado de Cristo más allá de la historia». Como igualmente es de lamentar la incoherencia eucarística de quienes apelan a «valores no negociables» afirmando que «el culto agradable a Dios nunca es un acto meramente privado, sin consecuencias en nuestras relaciones sociales: al contrario, exige el testimonio público de la propia fe», pero al mismo tiempo también piden «que aumenten los espacios de libertad religiosa en todos los Estados, para que los cristianos, así como también los miembros de otras religiones, puedan vivir personal y comunitariamente sus convicciones libremente».

De nuevo, debemos protestar con Carámbula que «no pueden profesarse dos doctrinas opuestas al mismo tiempo; la que justifica el régimen de cristiandad y la que lo rechaza; la que, en última instancia, basa la legitimidad de los poderes establecidos en el respeto de la ley divina y reivindica el reconocimiento público de la verdad de Cristo por las sociedades políticas, por una parte, y la que, en nombre de la libertad religiosa y de la autonomía de las realidades temporales prohíbe vincular el Estado a la religión católica. Por ello, salvo flagrante contradicción, era lógico que, en efecto, fuera reinterpretado el sentido de la fiesta de Cristo Rey».

Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella

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