La conquista del Sánchez Encantador (III): La roja novata

vox nos deslumbró con su aprendiz de Hada Buena de la Derecha, que acabó saliéndoles rana

Macarena Olona. Foto: El Correo

Cuando uno se propone devolver a España a su grandeza imperial de antaño ha de estar seguro, al menos, de dos cosas: una, que a la España a engrandecer le interese mínimamente la película; dos, de la lealtad de los propios cuadros.

Cuando uno se propone, más modestamente, defender a lo que queda de España de la deletérea invasión del progresismo rampante, conviene también estar seguro de dos cosas: una, que el citado progresismo no esté ya, de hecho, en posesión de todas las cabezas de playa requeridas para un desembarco a gran escala; dos, que las propias fuerzas de defensa costera tengan un mínimo interés en rechazar la invasión.

Sigamos con los paralelismos, que pueden ser muy sabrosos.

Cuando uno (una) se propone defender la vieja Inglaterra contra un destacamento de la Kriegsmarine montada a horcajadas en una escoba decorada con la Union Jack y enarbolando un sable que nadie sabe muy bien para qué sirve, ha de estar segura, al menos, de dos cosas: una, que el ejército de uniformes y armaduras vacíos de toda substancia castrense (y, en general, vacíos de toda substancia) suponga de hecho una fuerza capaz de medirse con las tropas alemanas de desembarco; dos, de las propias capacidades de mantener el equilibrio volando sobre una escoba en una noche cerrada, no vaya ser que aterrice inopinadamente en un matojo y el ejército espectral se desinfle como el bizcocho electoral de Tezanos en cuanto lo sacan del horno del CIS.

Habrán reconocido la escena, sin duda, que pertenece a la hoy algo olvidada La bruja novata, que tenía la desventaja de ser extremadamente larga y extremadamente inglesa en su parte final. La película cuenta la historia de la excéntrica señorita Eglantine Price (interpretada por Angela Lansbury), quien ha aprendido con bastante éxito de manera autodidacta las artes de la hechicería, y que se ve obligada a acoger en su extraña morada costera a tres niños que el Gobierno británico ha decidido, caritativamente, alejar de los bombardeos de Londres. La Srta. Price aguarda con sumo interés la última lección por correspondencia, de su admirado y misterioso maestro, el profesor Emelius Browne (David Tomlinson) que versa sobre la «locomoción sustitutiva», un conjuro interesante cuando uno se encuentra en guerra total contra la Alemania nazi. La búsqueda de la ansiada fórmula conduce a la heterogénea partida al fondo del mar, a una isla gobernada por un león con problemas para controlar su ira, a Londres… Hasta regresar a su ya no tan apacible morada de la costa, súbitamente amenazada por los perros de la guerra.

Cuando se confirma la amenaza de invasión de un puñado de alemanes, con más miedo que vergüenza y, como quiera que la Srta. Price ha terminado por dar con la fórmula para hacer que las cosas se muevan según su santa voluntad (la de la Srta. Price, no la de las cosas), falta de tropas mejor equipadas decide recurrir a los buenos oficios del museo de historia local y hacerse un magnífico ejército, como apuntábamos, de uniformes sin soldado dentro y de armaduras biensonantes (porque huecas). Cuando era niño, la escena siempre me resultó inquietante, sobre todo cuando aparecían los «soldados» del s. XVIII, tocados con pelucas sin rostro. Ese carácter espeluznante y no sus dudosas habilidades de combate son, sin duda, lo que acaba poniendo en fuga a los tudescos.

Para comandar tan variopinta tropa, en la que se «encarnan» (añadan todas las comillas que quieran) varios siglos de heroísmo anglosajón, la Srta. Price, que es una bruja con todas las de la ley, en el fondo, se sube a su escoba, a la que no deja de atar una enseña británica excesivamente grande. (Y yo estoy seguro de que es el inevitable, aunque inesperado cambio del centro de gravedad del artefacto volador escoba-Srta. Prince-bandera descomunal el que termina por hacerle perder el equilibrio). Su inspiradora silueta, recortándose contra una luna de poetas y de lobos furiosos conduce, una vez más, a las nobles huestes de la Pérfida Albión a arrojar a sus impíos invasores a las frías y hambrientas aguas del Canal.

Pero ahora, en fin, uno no puede no pensar en ello una vez que lo ha visto:

Cuando uno, en realidad, no se propone devolver a España a su grandeza imperial ni protegerla contra la deletérea invasión de progresismo alguno sino, lisa y llanamente, dar exactamente esa impresión con la fundada esperanza de recoger los votos de todos los desencantados con el PP ha de estar seguro, al menos, de dos cosas: una, que los morriones, armaduras, sombreros de soldados de los tercios y demás parafernalia farandulera tengan realmente algo de sustancia dentro; dos, que la gran estrella de la remontada de la derecha patriótica española no sea, en realidad, una agente del caos disfrazada de Abogada del Estado.

Yo a Abascal le niego muchas cosas, pero no llegaría a negarle la buena fe porque, de hecho, la buena fe se presume siempre, dice el Código Civil. Quiero pensar, también, que no tiene un conocimiento muy aquilatado del universo fílmico de la Disney. Lo cual es, primero, una lástima; y, segundo, una torpeza imperdonable cuando uno se mete en política en el siglo XXI. Verán: yo siempre me he considerado realista, tanto en el sentido filosófico como en el psicológico. Quiero decir que me fío bastante de mis sentidos y de mi razón; y de Aristóteles. Y también, y por lo mismo, que me resigno a tratar de comprender el mundo en el que vivo y a esforzarme por llevar a cabo alguna buena acción en su seno sin ignorar deliberadamente su funcionamiento: el mundo del s. XXI está modelado por la cultura estadounidense —que es, hoy por hoy, nuestro Imperio— y la cultura estadounidense, a su vez, por Hollywood. Y como la mayoría de nuestros contemporáneos tienen la edad mental de un rorro, «Hollywood» se concreta, en la mayoría de los casos, en Disney. En resumen, uno no puede pretender dirigirse a sus contemporáneos con medianas posibilidades de éxito sin «hablar su lenguaje». Por eso yo cito viejas y nuevas películas. Y por eso a Abascal le crecen los enanos.

VOX partió con ciertas desventajas en la carrera contra el Sánchez Encantador, pero hay que reconocer que están capeando el temporal con cierta dignidad. Pero siguen arrastrando dos problemas de difícil solución:

El primer problema de VOX es su color corporativo: cualquier persona con dos dedos de frente y una o dos películas clásicas de Disney en su haber, sabe que el verde es el color universalmente ligado a la maldad y a la villanía. Vean y verán: prácticamente todos los villanos de la Disney aparecen, en un momento dado, rodeados de una humareda verdosa de aspecto muy siniestro. Le pasa exactamente lo mismo con sus ideas: se parecen demasiado a las del PP, ya irremediablemente asociado en la conciencia colectiva de las gentes decentes de este país a los vapores y los hedores del mal moral posmoderno: asesinato legal de viejos y bebés, y esas cosas. Pero aborto, eutanasia, transgenerismo y gaymonio «bien»; en plan, razonable y con aval del Consejo de Estado, no a la manera de Unidas Podemos, ojo.

El otro problema de VOX es que, obligados como se han visto a contrarrestar las artes mágicas de Yolicienta y de PPinocho, no han tenido sin embargo más remedio que recurrir a los buenos oficios de una hechicera principiante: nadie quiere que le etiqueten de facha; y menos cuando uno se ha ganado a pulso una plaza en la Administración Pública que puede volver a retomar si el puesto de tribuna de la plebe no sale a pedir de boca.

VOX nos deslumbró, en la última legislatura, con un despliegue de trucos de magia, verbales y simbólicos, efectuados por su aprendiz de Hada Buena de la Derecha, que acabó, no obstante, saliéndoles rana… En el momento álgido de su carrera en los escaños y en las ondas, a horcajadas sobre una escoba electoral con la que barrer a todos los falsos «liberales-conservadores» de este mundo, con una enorme bandera (constitucional) de España y un armamento ideológico completamente fuera de lugar, súbitamente perdió el equilibrio, aterrizó sobre un arbusto y, quizás mediando algún grave golpe en la cabeza, empezó a hablar de derecho al aborto, de gaymonio y de otros desafueros semejantes. No era de extrañar: uno no puede mantenerse indefinidamente en la delgada línea que separa el aznarismo del rajoyismo sin acabar por caer de uno o de otro lado.

En el colmo de la catarsis democrática, las aguerridas tropas de morriones y pelucas sin nadie dentro comenzaron a desmoralizarse y a hacerse un gurruño en el inmisericorde suelo electoral. Grave, muy grave es, para los morriones huecos, la privación de la ideologización sustitutiva.

Macarena Olona ha resultado ser la roja novata. Pero, ¿cuántas más guarda VOX en la recámara?

G. García-Vao

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