Crucificarse en su pluma

ÉL NO TENÍA EL PRESTIGIO DE LAS CICATRICES GLORIOSAS, PERO NO POR ESO MERECE MENOS VENERACIÓN QUE EL PRIMERO DE LOS VETERANOS

Para los jaimistas el nombre de Eneas debería pasar a la galería de sus hombres ilustres, al lado de los Villoslada y de los Aparisi, al lado de los Zumalacárregui, de los Ollo o de los Lizárraga.

Él no tenía el prestigio de las cicatrices gloriosas, pero no por eso merece menos veneración que el primero de los veteranos. No se batió en la montaña, pero se batió en la ciudad; no hizo la guerra de espada y fusil, pero hizo la guerra de ideas, que no es menos dramática y aniquiladora; no tomó plazas ni defendió reductos, pero conquistó almas para la Causa y sostuvo otras que vacilaban en su fe, y reduplicó en todas la confianza y el entusiasmo, el brío y el coraje. Y todo eso es triunfo guerrero.

Él no escribió grandes dramas como Tamayo, ni novelas primorosas como Villoslada o Pereda, ni libros cargados de doctrina como Manterola, y no deslumbró y sugestionó a las multitudes y a los Parlamentos como Aparisi o como Mella, pero con su labor humilde, algo obscura y perseverante de periodista es uno de los hombres que más han influido en el alma de nuestra Comunión y en general, en toda la política religiosa española.

Pensador fecundísimo y penetrante más que hombre de lectura, hubiera podido escribir soberbios volúmenes, que hubieran perpetuado su nombre después de muerto; él se resignó a escribir artículos de periódico, entre los que hay piezas maestras de literatura y llamaradas de inspiración, pero que suelen tener la vida fugaz de las flores, como la hoja de papel donde volcaba la esencia de su sensibilidad 0 la melodía de sus pensamientos.

─¿Por qué no escribe usted de eso un libro? Hecho lo tiene usted ya, no hay más que recoger lo que tiene esparcido y darle el aglutinante de un plan; en quince días, listo para la imprenta.

Y con aquella voz suya lenta, como cansada, con aquel gesto suyo que recordamos tan bien, un poco humorístico, un poco resignado, humilde y triste, me contestaba:

─¡Quince días!, ¿y dónde los tengo yo?, no puedo decir que cada día me trae su pena, pero sí que me trae y que me impone inexorablemente su tarea.

Y sonriendo irónicamente añadía:

─No escribo para la inmortalidad, sino para los modestos campesinos que durante el día abren hoy el surco de la tierra y luego como un solaz me leerán allá al caer de la tarde en sus aldeas, o para esos heroicos curas rurales que en el atrio de la iglesia o en la solana de la casa rectoral, al oír mi voz que el periódico les lleva, se harán acaso la ilusión de sentir refrescado su ideal y de ponerse en contacto con el mundo. Yo quisiera escribir como quien hace una limosna, como quien consuela un grave pesar del alma, como quien hace un acto de fe para el bien de los demás, para salvación de mi alma. ¡Escribir para la eternidad!, ¡gloria de escritor!, ¿de qué me servirá cuando me muera?

Un escritor también muy humilde, también muy piadoso y muy artista, Ozanam, se defendía así una vez contra la misma tentación:

─Escribo como trabajaban aquellos obreros de los primeros siglos que fabricaban vasos de arcilla o de vidrio para las necesidades de la iglesia, y que con un dibujo tosco representaban al Buen Pastor o a la Virgen rodeada de santos. Esas pobres gentes no pensaban en el porvenir; sin embargo, algunos pedacitos de aquellos vasos han venido quince siglos después a dar testimonio y a probar la antigüedad de un dogma discutido.

Como aquellos piadosos orfebres, tampoco Eneas pensaba en el porvenir escribiendo; para quien oye, como él podía oírlas, las voces ambiciosas de la inteligencia, eso es un sacrificio íntimo abrumador, es un renunciamiento doloroso, crucificarse en su pluma.

Pero los fragmentos de su obra de veinte años que quedarán, que nosotros debemos recoger y conservar amorosamente, ¡de cuántas verdades podrán dar aún testimonio en ese porvenir que él desdeñó!

Severino Aznar

Publicado originalmente en El Correo Español, núm. 6500. 13 de julio de 1910.

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