
El análisis de la figura de José Antonio es una tarea compleja de abordar. No tanto por la profundidad del personaje, sino por los numerosos «estudios» en torno a éste -frecuentemente contradictorios-, que obligan a una toma de distancia saludable para toda reflexión. Una aproximación modesta nos induce a encontrar un hilo conductor en las etapas de José Antonio que responde, a mi juicio, a razones mucho más prosaicas que las legendarias gestas románticas que han contribuido a difuminar entre nubes de incienso la figura de Primo de Rivera.
José Antonio entra en el terreno político a raíz de salvar la memoria de su padre, vilipendiado por aquellos a quien el viejo general dio cobijo y fuerza, progresistas incluidos. La educación y vida de José Antonio es más próxima a la burguesía que a la nobleza, habida cuenta de la ilegitimidad del Marquesado de Estella, otorgado por Alfonso «XII» a su familia por su fiereza en la represión de los carlistas. Por ello, da la sensación de encontrarnos ante una familia militar ajena a la nobleza a la que sus servicios al nuevo régimen les granjeó un título nobiliario. La repulsa de José Antonio, muchos años más tarde, a la burguesía no respondía tanto a que ésta fuese la clase por excelencia del liberalismo revolucionario -tan inseparable de su familia-; más bien a las modas europeas del momento a las que José Antonio sucumbió aunque, por sus escritos, sospecho que con escasa profundidad más allá de la estética.
Una idea clara en José Antonio es su perfil adanista, esto es, la convicción de que sólo su Falange puede salvar a España. En un texto manuscrito encontrado en Alicante (apuntado por Ricardo de la Cierva), entregado por el general Sicardo a Indalecio Prieto, así como a sus respectivos albaceas testamentarios en lo tocante a lo debido a ellos, Raimundo Fernández Cuesta y Ramón Serrano Súñer, José Antonio expone las limitaciones del bando nacional, afirmando que la buena intención de los generales puede no ser suficiente para la salvación patria, pues son muchos los grupos que se encuentran tras el Alzamiento. Más allá de las consideraciones sobre la importancia desorbitada que le concede a grupúsculos ajenos a la conspiración contra la República, así como sus críticas al carlismo -que considera «intransigente, cerril y antipático»-, parece que sólo su Falange representa la savia pura que ha de regenerar España. No obstante, de esa grandilocuencia adanista pasa a un posibilismo sin precedentes, afirmando que el Gobierno que salga del conflicto ha de integrar a cabezas de las diversas facciones enfrentadas -se refiere, por supuesto, sólo a las modernas-. El giro del adanismo al posibilismo le conduce a un segundo giro.
La llegada al posibilismo hace dar a José Antonio un giro que va desde la confrontación originaria de su Falange a una síntesis de los elementos enfrentados. Quizá la dialéctica hegeliana sí fuese importada desde más allá de los Pirineos al joven fundador. Así las cosas, José Antonio señala que el único camino es un armisticio, con un Gobierno presidido por Martínez Barrio, con ministerios a liberales y socialistas de la talla de Ortega, Marañón y Prieto. La ferocidad revolucionaria de José Antonio parece que se esfumó, dando paso a su formación sustantiva liberal originaria; rectius, la modernidad revolucionaria europea retrocedió al calibrar la reacción española y se refugió en sus viejas consignas decimonónicas: soberanía, nación y laicismo. Sobre lo último puede verse la medida novena del escrito, que autoriza la enseñanza de la Iglesia bajo supervisión del Estado.
Estas aparentes paradojas son en realidad aporías de una realidad que necesariamente hubo de acabar sus días tal y como lo señaló su fundador. La Falange fue, pues, un ente de razón, un conglomerado de materia sin forma, que iba desde el orteguismo al nazismo. Un proyecto que siguió el camino consecuente de sus falsos principios, si es que en realidad los tuvo más allá de la yuxtaposición de consignas, y que pasó de la ultramodernidad, o modernidad acelerada, a su disolución, siempre con el denominador común de tener en Europa su faro y guía.
Tras el asesinato de José Antonio, soy de la opinión de que sus seguidores comprendieron la esencia de la Falange, frente a algunos historiadores que señalan el caos producido por la ausencia del líder. Y es que, más allá de la prosa romántica de los discursos y lemas, el núcleo de la Falange era la europeización de España, heredada de su orteguismo original y origen de fascinaciones extranjerizantes continuas. Por ello, la Falange en el franquismo simbolizó la izquierda, esto es, la modernidad, el liberalismo, el laicismo, el totalitarismo, la soberanía, el socialismo, el materialismo, el racionalismo, etc. Cuando Europa mutó en la modernidad débil tras la Segunda Guerra Mundial, los falangistas fueron aminorando su fuerza, cuando no se reciclaron en socialdemocracias varias y poltronas del Estado del general Franco.
El papel falangista en la historia de España quedó marcado, así, por el liberalismo de sus fundadores; el partido representó el intento más radical de europeización, junto con el bolchevismo soviético, del pueblo español, pretendiendo acelerar la velocidad revolucionaria a través de un nuevo modelo de inspiración extranjera. Por fortuna, eran tiempos en los que para todavía una buena parte de los españoles hereje y extranjero eran lo mismo, por lo que sus consignas no tuvieron apenas predicamento real. Quizá si la Falange hubiera nacido hoy la apostasía generalizada le hubiera granjeado mayores apoyos, aunque su obsesión europea les hubiese hecho sustituir el sindicalismo por el ecologismo. ¡Quién sabe!
Miguel Quesada, Círculo Hispalense
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