De muchas negligencias trae causa la división de los católicos, pero una destaca por encima de todas: la incapacidad para identificar la Revolución. Quizás resulte fácil en el orden histórico-cronológico (aunque siempre podemos remontarnos al «non serviam»): todos podemos consensuar fechas, nombres y rostros en el proceso revolucionario. Más difícil es rastrear la Revolución en el orden de las ideas, pero incluso en esto los católicos de buena voluntad y sana doctrina podrían entenderse rápidamente, previo estudio detenido de las doctrinas políticas, jurídicas y filosóficas que al abrigo de las revoluciones liberales han ido socavando el armazón del pensamiento cristiano.
Lo que constituye un obstáculo para las comunes aspiraciones políticas de los católicos no es la sincera discrepancia en los hechos y las ideas; el reto verdaderamente difícil de los católicos reside en el orden psicológico, en saber resistir la forma mentis que la lógica de la Revolución impone por doquier. Saber sustraerse al ambiente dominante exige (así lo ha dicho el abbé Barthe) «ejercitar constantemente una ascesis mental y moral de no-integración, sin tomar nunca la forma de una huida sectaria o comunitarista», que no siempre los católicos están dispuestos a asumir. Y es precisamente la cobardía ante esa exigencia la que propicia las deserciones, primero en el orden de los hechos y luego en el orden de las ideas. En el primero, la fingida esperanza de convertir a los enemigos, promover la sana doctrina en sus filas y «permear» sus instituciones disimulan torpemente el deseo del salario generoso y la buena reputación que proporcionan. Más tarde, una malentendida prudencia sirve para justificar ominosos silencios en un ambiente hostil y refractario a la verdad. Y así, poco a poco, los católicos que no están dispuestos a esa resistencia espiritual, psicológica e intelectual dejan de actuar como piensan y comienzan a pensar como actúan. Se produce una paulatina conversión contra la inteligencia. Así es como el liberalismo anula las voluntades y castra los ingenios de quienes en un principio se oponían a él.
En realidad, toda la polémica del «mal menor» y «la unión de los católicos» (esa puñalada trapera a los carlistas, según don Luis Hernando de Larramendi) descansa sobre esa miseria tan humana que es la cobardía. En este caso, cobardía de cara a resistir la tensión espiritual a que la Revolución nos somete frente a la tentación de avenirse con el estado de cosas establecido. De fondo suena incansable esa voz de la que hablaba Vázquez de Mella, que grita bronca y áspera: «¡Diputado, serás Director; Director, serás Subsecretario; Subsecretario, serás Ministro; Ministro, serás Presidente del Consejo!».
Una vez que el católico se rinde psicológicamente ante esa voz, la voz de la Revolución, pronto llegan la apostasía política y las tácticas moderadas. Lo ha descrito Canals Vidal con estas magistrales palabras: «Se pretende escoger la táctica moderada para mejor conseguir el “bien posible” y evitar “males mayores”, se invoca el “realismo” y el “posibilismo”, pero en el fondo se evita el riesgo y el sufrimiento, con frecuencia heroico, del esfuerzo sincero y real por el imperio práctico de la verdad política frente a la apostasía anticristiana revolucionaria».
Manuel Sanjuán, Círculo Cultural Juan Vázquez de Mella
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