Vista la relevancia que tuvo el artículo de nuestro colaborador Miguel Quesada acerca del liberalismo en José Antonio y de ciertas dudas que surgían entre algunos de nuestros lectores sobre alguna de las tesis defendidas, ha accedido el autor a escribir un artículo acerca de una de las preguntas que más se repetían: si realmente puede llamarse a una ideología liberal a la vez que se le aplica el calificativo de totalitaria; es decir, si son compatibles el liberalismo y el totalitarismo.
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En nuestros días es un hecho que la nueva pseudo gnoseología pretende explicar los hechos y entidades no desde su esencia, sino desde aspectos fenomenológicos. Así, en un análisis -por superficial- falso, se acaba identificando liberalismo con Estado menor y totalitarismo con Estado mayor. El objeto de estas líneas es hilar una serie de consideraciones críticas sobre este análisis, demostrando que ambos conceptos encuentran en sí una relación de causalidad, y no de oposición.
El primer problema que se plantea, y en este medio he tratado alguna vez, es definir bien el liberalismo para no incurrir en errores posteriores. El liberalismo encuentra multitud de autores y versiones, por lo que es preciso localizar la matriz común para poder plantear una definición. El núcleo, siguiendo a Danilo Castellano, se encuentra en una concepción «negativa» de la libertad, esto es, una libertad sin más regla que sí misma, o sea, sin regla. Pueden, quienes no juzguen la cuestión como yo, acudir a Hobbes, Locke o Rousseau. Cada autor, con sus matices, apunta a la libertad en sentido «negativo», ya sea a modo de licencia, de autonomía o de liberación respectivamente. Todas estas definiciones delimitan un espacio en negativo, esto es, donde es exclusivamente el sujeto el que determina su obrar. Más recientemente, los liberales no son ajenos a esta concepción «negativa» de la libertad, encontrando autores como Hayek o Rawls que, bien sea la autonomía individual o la tolerancia pluralista, reclaman -de nuevo- una delimitación negativa de la autodeterminación individual.
En su traslación política, el totalitarismo es fruto de una concepción naturalista de la política, entendida como imposición de la voluntad; tanto en su origen -contractualismo-, como en su ejercicio -la ley como voluntad-, la política se rige por la voluntad humana. El Estado, para garantizar la libertad de todos, precisa de la igualdad de los gobernados; igualdad racionalista que concibe al hombre como una idea abstracta. Por ello, no puede haber poder fuera del Estado, pues la igualdad, y con ella la libertad, se quebraría; no puede haber cualificación del poder fuera del Estado, pues reconocería un orden ajeno al ordenamiento estatal, por lo que el poder pasa de ser cualificado por el orden natural a ser «limitado» o, mejor, «autorregulado» por el Estado.
El bien común desaparece del panorama estatal, pues la aprehensión común del bien es negada por el racionalismo liberal, suplantándose el bien común, en la modernidad «fuerte», por el bien del Estado, el bien público. Tras la Segunda Guerra Mundial, el esquema traslada el bien común al bien privado, segunda falsificación, esto es, al ejercicio de la libertad «negativa» de los sujetos. Sin embargo, esta aparente huida del totalitarismo lo actualiza y refuerza, pues el Estado es garante de la autodeterminación de los individuos y, por ello, todo lo que afecte a éstos es regulado por el Estado.
Además, el gobierno requiere de una concepción del bien sobre la que se legisla, bien para premiar bien para castigar. La inmanencia predicada por los autores liberales lleva a que la libertad de conciencia -con grandes adalides como Locke o Kant- fuerce al Estado a ser el juez último de las cuestiones morales ante el pluralismo moral de los sujetos. Relación causal conocida por el liberalismo racionalista, pues la idea es apuntada por el propio Spinoza.
De esta forma, el liberalismo en su desarrollo consecuente precisa del Leviathan, que es unidad de poder, neutralidad religiosa, maquiavelismo ético y mecanicismo burocrático. Las ideologías reactivas del liberalismo, como el socialismo o los fascismos, han pretendido extrapolar la liberación liberal a la humanidad, denunciando su aplicación incoherente por parte del liberalismo histórico.
Ello no obsta para señalar el núcleo liberal de la modernidad, causa del Leviathan y de sus crisis y aporías, desde los separatismos al mundialismo. La concepción del liberalismo como Estado menor es un corolario incoherente de la autonomía individual, que entiende poder desenvolverse ajena al Leviathan. Pero comparte con los estatistas el núcleo duro de la liberación del hombre, de la libertad moderna, luciferina, del non serviam; que León XIII atribuye, para escándalos de muchos entonces y ahora, al liberalismo.
Miguel Quesada/Círculo Hispalense
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