¡Jesús mío! (vídeo)

Jesús es tuyo y tú eres de Jesús

vídeo: ¡Jesús mío!

Reproducimos el texto del Saluda del Capellán que se publicó hace unos días en el número 8 de la revista PELAYOS:

Muy querido pelayo.

En el mes de junio, hemos celebrado fiestas litúrgicas muy especiales, porque nos hablan de ese misterio tan grande que es el amor de Jesús por ti: la festividad del Corpus Christi y la del Sagrado Corazón.

Quisiera tratar estos misterios tan sublimes como lo hizo aquella mujer enferma, que, con la fe más pura y sencilla, tocó simplemente la orla de la túnica de Jesús y fue así como llegó al Corazón del Señor[1]. Nosotros sólo podemos tocar los aspectos sensibles que envuelven el misterio de la humanidad divina de Jesús, como cuando el sacerdote toca con sus dedos, ve con sus ojos y percibe el sabor de los accidentes del Santo Sacramento[2]. Hablar de estas cosas tan grandes es semejante a bañarnos en el mar; sólo podemos hacerlo desde las orillas humanas, donde estamos por nuestra condición de creaturas naturales, bordeando ese océano infinito de amor que es el Corazón de Jesús, que invita al alma, duc in altum[3], a adentrarse en las profundidades de la divinidad. Tu alma se sumerge en Él, siendo tú todo de ese Mar, y ese Mar todo tuyo. Sin duda llegaremos un día a adentrarnos en las inmensidades insondables del Señor, así podrás comprender, con todos los santos, cuál es la anchura y la longitud, la altura y la profundidad, en una palabra, podrás conocer el amor de Cristo, que supera todo conocimiento, para ser colmado por la plenitud de Dios[4]. Para eso será necesario que dejemos las orillas de la tierra y del tiempo; y por medio de la oración, animada por la fe, la esperanza y la caridad nos adentremos en el cielo y la eternidad, en el océano divino del Corazón de Jesús.

El apóstol Santo Tomás cuando vio y creyó, confesó: «Señor mío y Dios mío»[5]. Esta confesión apostólica nos dice muchas cosas, pero yo quisiera poner el acento sobre algo que no se nos debe pasar por alto. Me refiero al adjetivo posesivo: mío, que, siendo tan breve, expresa todo.

Tú también puedes decir con el Apóstol, «Jesús mío»; si tú lo quieres, Jesús será tuyo, pues por eso nos dejó un sacramento gracias al cual más tuyo no puede ser, en cuerpo, sangre, alma y divinidad, todo es tuyo. ¡No existe mayor tesoro! Un Dios todo tuyo, un Señor para ti. Ese tesoro tan grande está oculto bajo las apariencias del pan y las almas buenas, que fueron santas, una vez que lo hallaron, vendieron todas sus pertenencias para poder hacerlo propio[6]. Es la perla preciosa, a la que ninguna otra se compara en valor y hermosura; por eso, fue preferida y adquirida renunciando a todas las demás bellezas que palidecen ante su riqueza y valor[7]. Los santos hicieron el mejor de todos los negocios, pues quien a Jesús tiene nada le falta, decía Santa Teresa.

Precisamente de ella, se cuenta que un día iba muy recogida, pasando por las escaleras del Monasterio de la Encarnación, en Ávila, cuando de pronto se tropezó con un Niño muy agraciado, que la miraba sonriente. Sorprendida por su presencia, ya casi le iba a regañar por no respetar la clausura monacal, pero como era muy simpático le dijo: — ¿Y tú quién eres? El Niño le replicó a su vez con otra pregunta: —¿Y quién eres tú? La madre respondió: —Yo, Teresa de Jesús. Y el Niño, muy sonriente le repuso: —Pues yo soy Jesús de Teresa.

San Francisco de Asís tenía claro que quien tiene a Dios, posee todo, Deus meus et Omnia; San Luis María Grignon de Monfort lo expresaba de esta otra manera, diciendo: Dios sólo. San Juan de la Cruz lo manifiesta en esta oración enamorada: No me quitarás, Dios mío, lo que una vez me diste en tu único Hijo Jesucristo, en quien me diste todo lo que quiero; por eso me holgaré que no te tardarás si yo espero. Míos son los cielos y mía es la tierra; mías son las gentes, los justos son míos, y míos los pecadores; los ángeles son míos, y la Madre de Dios, y todas las cosas son mías, y el mismo Dios es mío y para mí, porque Cristo es mío y todo para mí. Pues, ¿qué pides y buscas, alma mía? Tuyo es todo esto y todo es para ti. Así es, querido pelayo, este gran misterio que San Pablo confirma diciendo todo es tuyo, tú eres de Jesús, y Jesús de Dios[8].

Al ser Jesús tuyo, tuyo también es su Padre, como se lo expresó a la Magdalena para que nos lo dijera: «Subo a mi Padre y a vuestro Padre, a mi Dios y a vuestro Dios[9]». No sólo te ha dado a ti a su Padre mismo, también a su Santísima Madre, porque en la persona de San Juan, a ti te la dio con estas palabras «he ahí a tu Madre[10]», antes de entregar la vida por ti. Así es que, dándote a su Padre, a su Madre y a sí mismo, dándote su vida, puedes decir con San Pablo: me amó y dio la vida por mí[11].

Qué consuelo saberlo, cuando estamos hundidos en nuestra nada, y desde lo profundo de ese abismo clamamos a Él[12], Dios es mío, mi socorro está en mi Señor[13]. Y Él escuchará tu oración, porque te ha dado también su Espíritu[14] que desde el fondo de tu alma clama con gemidos inenarrables, Abba, Pater[15], que serán siempre escuchados y atendidos.

Cuando estés extraviado entre las sombras de la ignorancia, sabrás que quien dijo «Yo soy la Verdad», es tuyo. Cuando los liberales te reprochen, diciéndote que eres un orgulloso, porque afirmas ser dueño de la Verdad, diles que sí, pero no por orgullo, sino que es por la humildad por lo que eres dueño de Jesús, y que tu anhelo más grande es que también sea de ellos. Con todo derecho puedes afirmar que Jesús es MI verdad. Él es mi Maestro, el único que tiene palabras de vida eterna[16]. Los habrá que te tengan en poco y te desprecien, pues te juzgan desde la necedad de los paganos. La sabiduría de Dios es necedad para los gentiles, escándalo para los judíos, porque no conocieron el día de su visitación[17]. El Señor conoce los razonamientos de los sabios y sabe que son vanos[18]. Al tener a Jesús en tu alma eres poseedor de la sabiduría de Dios, que es la verdad encarnada. Sufrirás con Él el desprecio de todos aquellos a los cuales la ciencia hincha[19] y la caridad no edifica[20]. El Padre ha escondido estas cosas a los sabios y se las ha revelado a los pequeños[21]. En definitiva, el cielo y la tierra pasarán, pero mis palabras no pasarán[22], por eso, permanece en la Verdad y Él permanecerá en ti[23].

Cuando te encuentres extraviado por haber tomado una dirección equivocada en alguna encrucijada de la vida, y elegido senderos errados, recuerda que tienes contigo al que te dijo «Yo soy el Camino»[24], que te conduce al celestial destino, y que, si permaneces en Él, ya has llegado.

Cuando, muerta el alma a la gracia, vivas rodeado de desgracias por doquier, y contemples aterrado el implacable imperio de la muerte que lleva al camposanto a tus seres más amados, tienes contigo al que te dijo «Yo soy la Vida» y venció la muerte resucitando, y abrió en su ascensión el camino que llevará también tu cuerpo al cielo, donde el alma lo estará esperando. Los que mueren en el Señor[25] viven eternamente. Él te hace inmortal «quien come mi cuerpo y bebe mi sangre tendrá la vida eterna[26]».

Cuando tu soledad se llene de fantasmas y te encuentres abandonado de todos, recordarás que tu Jesús no te dejará jamás solo, Él estará en ti y tú en Él[27]. No te dejará solo quien te considera amigo y siervo[28]. El Piadoso Pelícano[29] te alimentará con su sangre y quien así te ama, te protegerá del infernal milano, te cobijará como a un pollito bajo sus tibias alas[30], porque Él es el Emmanuel que te ampara, cuando comulgas o le acompañas en el sagrario.

Cuando te sientas derrotado por alguno de los tres enemigos de tu alma, que confabulados te asedien y ataquen, o sucumbas a su violencia y te veas ya vencido, considerar la rendición como única solución es simplemente una tentación. No está muerto quien pelea. Cuando el vicio encierre tu alma en las sórdidas prisiones de la desesperación, y tu alma se sienta abatida, esclava de las pasiones de la carne y se ahogue hundida en el cieno de tu barro corrompido, el soplo de su Espíritu le devolverá la vida. Cuando consideres que tu debilidad y flaqueza es impotente ante la virulencia de la tentación, que las alturas son inaccesibles a tu bajeza, no olvides que no es por tu fuerza, sino por su amor y gracia como alcanzarás las cimas más altas. Recuerda que el Señor le dijo a San Pablo cuando libraba estas batallas: Te basta mi gracia, porque mi poder triunfa en la debilidad[31].

Cuando, con toda su impiedad, el mundo se encarnice contra tu alma, con sus modas indecentes y sus ideologías tiránicas, te haga víctima de su prepotencia, y declarándote la guerra pretenda matar tu alma con mentiras y falacias, será tu Jesús quien te fortalezca. El rey David ya sabía muy bien y supo mejor expresar que el Señor es mi fuerza y mi escudo, mi corazón confía en él. Mi corazón se alegra porque recibí su ayuda, por eso le daré gracias con mi canto[32]. Nada te podrá quitar la paz, si estás dispuesto a ofrendar la vida, a morir antes que pecar. Nos advierte el Señor que al aumentar la maldad se enfriará el amor de muchos, pero el que persevere hasta el fin, se salvará[33]. No temas, pelayo, persevera, tu aliado Todopoderoso es tu Jesús que dice Yo he vencido al mundo[34].

Cuando el demonio con argucias quiera hacerte dudar del amor que Dios te tiene, y la ubicuidad de su odio angélico te haga sentir tu pequeñez humana, la causa es la envidia infernal del amor que Dios tiene por ti. Te odia, porque Dios te ama, no olvides ese amor es más fuerte que la muerte[35]. La luz del amor divino te inunda, por eso su sombra te persigue. Revístete con la armadura de Dios, para que puedas resistir las insidias del demonio, porque nuestra lucha no es contra enemigos de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los Soberanos de este mundo de tinieblas, contra los espíritus del mal que habitan en el espacio. Por lo tanto, toma la armadura de Dios, para que puedas resistir en el día malo y mantente firme después de haber superado todos los obstáculos. Permanece de pie, ceñido con el cinturón de la verdad y vistiendo la justicia como coraza[36]. Saldrás victorioso si crees en el amor de Dios[37]. Te ha dado un ángel custodio, un amigo inefable, que jamás te dejará solo, e irá delante de ti[38] y será tu defensor contra los espíritus malos. No lo entristezcas con tu indiferencia y malas acciones, sino acude a él con frecuencia y él llevará hasta el trono de Dios tus ruegos y súplicas. Tu jaculatoria, ¡oh, Jesús mío! nunca caerá en saco roto. Y sobre todo nuestro Señor te ha dado un refugio seguro donde no pudo, no puede, ni podrá alcanzarte la maldad del demonio, donde te verás a salvo de sus insidias y ataques: el Corazón Inmaculado. Ella aplastará la cabeza del infernal enemigo[39] y te hará partícipe de su triunfo. Para que, al nombre de Jesús, se doble toda rodilla en el cielo, en la tierra y en los abismos[40], repite con frecuencia: ¡Oh, Jesús mío!

Cuando las tinieblas más densas se ciernan sobre tu existencia, y sientas que tu vida transcurre en una noche cerrada mientras en tu firmamento se van apagando una a una las esperanzas, no te olvides de que Él es la Luz que ha venido al mundo para que no andes en tinieblas[41];  recibiéndola en tu corazón y en tu mente serás eternamente hijo de esa Luz[42] que te ayudará a limpiar y poner orden, tanto en tu interior como a tu alrededor. Él estará feliz porque su mayor alegría es estar en los hijos de los hombres[43]. El Señor te dice que «si alguno me ama, guardará mi palabra; y mi Padre lo amará, y vendremos a él, y haremos morada en él[44]». No aceptes jamás que tu alma se quede deshabitada, porque si el enemigo la encuentra vacía, tu estado podrá ser peor que nunca[45], y esta sí sería una auténtica tragedia, un verdadero drama. Conserva en ella siempre el inefable tesoro de la gracia y podrás decir con San Pablo: no soy yo quien vive, es Cristo que vive en mí[46]. Dios es Amor[47], crece en tu caridad, vive y se desarrolla en tu virtud y santidad, te permite avanzar en su luz, camino hacia la eterna claridad.

Cuando la tempestad amenace con hundir en los abismos tu frágil barca, que tu fe no titubee, que no dude un instante tu alma. Él sujeta con su mano las riendas de todos los huracanes, y los rayos pierden su furia tan solo con su mirada, y está durmiendo en la popa de tu alma. Despiértalo y dile ¡sálvame, Señor que perezco[48]!, ¡levántate Jesús mío!, y volverá la calma.

Cuando te encuentres atribulado y compungido, gimiendo bajo el peso de tus maldades, cuando ni siquiera te atrevas a levantar los ojos del suelo, no te olvides de que Él hizo suyos tus pecados[49] y los llevó a la cruz y a ti te dio su gracia y vida. No se cansa de perdonarte, aun más de setenta veces siete[50], porque no puede agotarse el amor de quien te ama desde toda la eternidad[51]. Su amor es eterno, te ama complacido cuando eres bueno, cuando eres malo, compungido, pero jamás sorprendido. Él siempre te amó, te ama y te amará; tu Jesús es fiel[52]. Más grande que su amor no habrá jamás crimen ni pecado.

Si sientes por momentos que su amor es lejano, no es Él quién está lejos, Dios no está lejos de ti, tú estás lejos de Dios. Como al hijo pródigo, está esperando tu retorno, que regreses pronto a su amor, el cual no fue ni será mayor en el cielo, de lo que es hoy en el tiempo y la tierra. Su amor siempre es el mismo, sólo que es sublime en el eterno abrazo y terrible en el rechazo, ante la tremenda eventualidad de continuar para siempre tu existencia lejos, muy lejos, del amor de tu Jesús, pues el infierno no es otra cosa que el amor despreciado por todos aquellos que, haciendo mal uso de su libre arbitrio, frustraron su plan de amor. Pelayo, el plan de amor que Dios ha establecido para ti es que, siendo creado y redimido puedas gozar eternamente en la gloria, que no es otra cosa que el amor correspondido. Sería muy bueno que lo entendieras como San Agustín lo comprendió y expresó: Tú estabas dentro de mí, y yo fuera, y por fuera te buscaba, y me lanzaba sobre las cosas hermosas creadas por Ti. Tú estabas conmigo y yo no estaba contigo. San Agustín afirma que tarde le amó, pero gracias a Dios no fue demasiado tarde para él, como tampoco lo será para ti, si contrito y humillado, le expresas tu amor con estas sencillas y luminosas palabras: ¡Perdón Jesús mío!

Cuando consideres todas las gracias con las que la bondad de Dios te ha colmado, pregúntate con el profeta David ¿con qué pagaré al Señor todo lo que me ha dado[53]? Sin duda que todo es indigno de Dios Padre, excepto su Hijo Jesús, y ese Jesús es tuyo, todo tuyo, sobre todo cuando lo recibes en la Santa Eucaristía. Esto te ayudará a hacer la acción de gracias un poquito más prolongada, más fervorosa y profunda; estarás seguro de que esta será la única ofrenda agradable, recibida y escuchada favorablemente por tu Padre.

Muchas veces decimos, ¡oh, Jesús mío!; en particular cuando al final de cada misterio del rosario recitamos la oración que Nuestra Señora enseñó a los niños de Fátima: ¡Oh, Jesús mío!, perdona nuestros pecados, líbranos del fuego del infierno, lleva al cielo a todas las almas y socorre especialmente a las más necesitadas de tu misericordia.

Este mes de junio en que ya no hay tantas procesiones de Corpus Christi como antaño, en cambio hay muchas manifestaciones horribles, de personas descarriadas que están muy necesitadas de esa misericordia de Jesús que nuestra Señora nos enseñó a pedir. Por eso, es importante que le pidas al Corazón de Jesús que tenga misericordia de sus almas y las preserve del fuego del infierno, ofreciéndole a Dios con tus sacrificios, el de tu Jesús. Será un consuelo para su Corazón que un coro de jaculatorias amorosas cubra las blasfemias que profieren tantas almas, que serán condenadas, y con una piedra de molino atada al cuello[54] se hundirán en lo más profundo de un mar de azufre y fuego. Tu ángel custodio llevará hasta lo más alto, las coronas de lirios que depositarás junto a su trono y tu oración se hará eco en los cielos diciéndole en la tierra a nuestro Dios y Señor: ¡Oh, Jesús mío!

Ese tesoro tuyo que es Jesús a veces te lo puede robar ese ladrón, que le roba a las almas su Jesús y a Jesús sus almas. Si eso sucede, tienes aún la gracia de recuperar tu tesoro pidiendo perdón con humildad y, mientras recibes la absolución de tus pecados en el sacramento de resurrección, has de recitar este hermoso acto de contrición que rezaban nuestros mayores:

Señor mío, Jesucristo, Dios y Hombre verdadero, Creador, Padre y Redentor mío, por ser Vos quien sois y porque os amo sobre todas las cosas, me pesa de todo corazón haberos ofendido; propongo firmemente nunca más pecar, apartarme de todas las ocasiones de ofenderos, confesarme y cumplir la penitencia que me fuera impuesta.

Ofrezco, Señor, mi vida, obras y trabajos, en satisfacción de todos mis pecados, y, así como lo suplico, así confío en vuestra bondad y misericordia infinita, que los perdonaréis, por los méritos de vuestra preciosísima sangre, pasión y muerte, y me daréis gracia para enmendarme, y perseverar en vuestro santo amor y servicio, hasta el fin de mi vida. Amén.

No debes descansar hasta encontrarlo, como hizo aquella mujer que sólo paró cuando halló la dracma que había perdido[55], porque el Buen Pastor tampoco descansa buscando el cordero robado, la oveja descarriada. Tú buscándolo a Él, Él buscándote a ti. El Señor es mi pastor, nada me faltará, Él me hace recostar en verdes prados, me conduce a manantiales que restauran confortando mi alma, guiándome por senderos rectos para gloria de su Nombre. Aunque atraviese un valle de tinieblas no temeré ningún mal, porque Tú vas conmigo. Tu bastón y tu cayado me infunden aliento. Tú dispones una mesa para mí ante los ojos de mis enemigos. Unges con bálsamo mi cabeza; mi copa rebosa. Bondad y misericordia me seguirán todos los días de mi vida; moraré en la casa del Señor por días sin fin[56].

Señor mío y Dios mío, así lo expresó Santo Tomás, y tú debes proclamarlo con tus obras y palabras para que vean los demás tus obras buenas, y glorifiquen al Padre que está en el cielo[57] y en tu alma. Da testimonio de tu fe multiplicando los talentos recibidos, y las almas buenas[58] se alimentarán con frutos sanos. Él es Señor y Rey, y su reino de gracia permanece estable en tu corazón —regnum Dei intra vos est[59]—, y siendo como es el mayor bien, se comunica de suyo a otras almas. No ocultes su luz debajo del celemín, sino ponla en lo más alto, para que ilumine toda la casa[60] y que, de esa forma, todos los corazones reconozcan y acaten su sagrada realeza y por el poder de los consejos evangélicos se extienda el imperio de su caridad, donde todos le aclamen diciendo: Señor mío y Dios mío.

Mi Jesús en mí, y yo en Jesús. Perder nuestro yo, mi nada, en ese Dios sublime que sí es «Ego sum qui sum», «Yo soy el que soy[61]». Ante su inmensa grandeza y santidad, te invita a ejercer la virtud fundamental de la humildad, practicando la abnegación cotidiana cada vez que lo soliciten las inspiraciones imprevisibles del Espíritu Santo, que no se sabe de dónde vienen ni a dónde van[62]. Déjate conducir, que por sus caminos te llevará a ese destino que Dios te tiene preparado y que ni ojo vio ni oído oyó ni la mente humana pudo imaginar lo que ha preparado para los que le aman[63]. San Juan Bautista lo expresa claramente: «Es necesario que Él crezca y que yo mengüe[64]», de esa manera eres absorbido por ese océano de la divinidad, donde nuestro yo, nuestra nada, desaparece en Él. El ego mezquino y egoísta, el ser insignificante queda lleno de Él por la maravillosa generosidad de su bondad, como una paja se vuelve fuego en un incendio de amor, como una gota de lluvia se ve disuelta en la inmensidad de ese océano de la divinidad, porque en efecto, en Él vivimos, nos movemos y existimos[65].  Como nos hizo hijos suyos, nacimos de nuevo[66], a todos los que lo recibieron, a los que creen en su Nombre, les dio el poder de llegar a ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de la sangre, ni por obra de la carne, ni de la voluntad del hombre, sino que fueron engendrados por Dios[67]. Participando de la naturaleza divina,[68] el que vive en Cristo es una nueva criatura, lo antiguo ha desaparecido, un ser nuevo se ha hecho presente[69]. Por la filiación divina Él le dará a tu alma la dimensión más grande, porque sólo Él es santo[70] tu santidad será a su medida, quedarás lleno de Él, porque la santidad de Dios es perfecta y eterna. La Santísima Virgen, plena de gracia, te ayudará a colmarte de Dios. 

Cada uno tiene su medida personal, cada cual tiene la suya, que, siendo pequeña, Dios va dilatando las fronteras de esa pequeñez que le ponen coto. Esto será posible mediante las abnegaciones cotidianas, que nos permiten acrecentar esa vida divina, crecer en santidad. ¡Si conocieras el don de Dios[71], ese tesoro sublime que es tu Dios, que es tu Jesús! Aprende con los santos a pronunciar el nombre de Jesús con los labios y el corazón. Lee lo que San Bernardo escribe Jesús es miel en la boca, melodía en el oído, un canto de delicia en el corazón y lo que San Buenaventura exclama, oh, alma, si escribes, lees, enseñas, o haces cualquier otra cosa, que nada tenga sabor alguno para ti, que nada te agrade excepto el nombre de Jesús.

Sé bueno, querido pelayo. Es verdad que es cosa imposible sin Jesús, ya lo dijo, sin mí no podéis hacer nada[72]. Ten siempre en cuenta que sólo Dios es bueno[73], pero como Jesús es tuyo y tú eres de Jesús, serás bueno y serás santo. En tu casa y en la calle, en el campo o la montaña, en soledad o acompañado, en la tristeza y en la alegría, sano o enfermo, en estado de pecado lo expresarás arrepentido o si estás en gracia, agradecido, pues ningún otro nombre nos ha sido dado bajo el cielo por el cual podamos salvarnos[74], por ello, será oportuno que repitas con frecuencia en toda circunstancia y momento, pero sobre todo en la santa comunión, y cuando vayas a morir besando el crucifijo, con todas las indulgencias esperanzadoras que le otorga la Iglesia, que tu último suspiro sea: ¡Oh, Jesús mío!

Padre José Ramón Mª García Gallardo.

[1] Lc. VIII,43

[2] Adoro te devote, Sto. Tomas de Aquino

[3] Remar mar adentro

[4] Ef. III, 18-19

[5] Jn. XX,24

[6] Mt. XIII, 44

[7] Mt. XIII,45-46

[8] I Cor. III,22-23

[9] Jn. XX,17

[10] Jn. XIX, 26-27

[11] Gal. II-20

[12] Ps. CXXX

[13] Ps. CXXI,2

[14] Lc. XI,13

[15] Rom.VIII,15

[16] Jn.VI,68

[17] Lc. XIX, 44

[18] I Cor.III.20

[19] I Cor. VIII, 1

[20] I Cor. VIII, 1

[21] XI, 25-25

[22] Lc. XXI, 33

[23] Jn. XV,7

[24] Jn. XIV,6

[25] Ap.XIV-13

[26] Jn. VI,51

[27] Jn. XIV,18 y 20

[28] Jn. XV, 15

[29] Adoro te devote, Sto. Tomas de Aquino

[30] Lc. XIII,3

[31] IICor.XII-9

[32] Ps.XXVIII-7

[33] Mt XXIV.12-13

[34] Jn. XVI-33

[35] Cant. VIII,6

[36] Ef.VI,12

[37] I Jn. IV,16

[38] Ex. XXIV,7

[39] Gen. III,15

[40] Fil.II,10

[41] Jn.XII,46

[42] I Tes.V,5

[43] Prov.VIII-31

[44] Jn. XIV,23

[45] Mt.XII,44

[46] Gal.II,20

[47] I Jn. IV, 16

[48] Mt. VIII,25

[49] I Ped. II, 24

[50] Mt. XVIII,22

[51] Jer. XXXI,3

[52] IITes.III,3

[53] Ps. CXVI,12

[54] Mc. XIX,42

[55] Lc. XV, 8-9

[56] Ps. XXXII

[57] Mt. V,16

[58] Mt.VII,17

[59] Lc 17, 21

[60] Lc. XI,33

[61] Éx. 3,14

[62] Jn. III, 8

[63] I Cor. II, 9

[64] Jn.III,30

[65] Ac. XVII, 28

[66] Jn.III-3

[67] Jn.I,12-13

[68] II Ped. I, 3-4

[69] II Cor.V,17

[70] Ap. XV,4

[71] Jn. IV, 10

[72] Jn. XV,5

[73] Mc.X,18

[74] Act.IV-12

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