Cansado se está de la interminable oposición entre derecha e izquierda, o entre conservadurismo y progresismo. Y esto es así porque tanto el conservador como el progresista se mantienen en los principios de la modernidad, de la Revolución, de los sistemas apriorísticos de la realidad, es decir, las ideologías.
Esta sociabilidad artificial, producto de la ideología, es lo que impide el vivir natural, la sociabilidad natural e incluso el conocimiento contemplativo de las cosas. El hombre moderno no conoce las cosas para simplemente contemplarlas en su naturaleza, sino para obrar en ellas, modificarlas según el interés utilitario o subjetivo de valoración.
La cultura, para ir adentrándonos en el tema, no se escapa de este deseo de manipulación.
El término cultura es equívoco, por lo tanto, su significado dependerá de la corriente de pensamiento del autor. Sin embargo, algunos, como el pbro. Julio Meinvielle en su libro El Comunismo en la Revolución Anticristiana (1982), define la cultura como «el hombre manifestándose» o toda manifestación del hombre, por lo que estas manifestaciones, aclara el sacerdote argentino, se han de ponderar «de acuerdo a su contenido de realidad», y la realidad depende de Dios, que es el Creador, por lo tanto, «una cultura será tanto más rica cuanto […] más cercana a Dios sean las manifestaciones del hombre».
Otros definen la cultura como todos aquellos elementos que conforman o influyen dentro de una sociedad: las ciencias, las costumbres, las religiones, las creencias, el arte, las instituciones, etc. Esta definición de cultura no se opondría del todo a la anterior, si no fuese que categoriza a la religión como un elemento más, sin ninguna diferencia o preponderancia sobre las demás.
Si la religión nos religa con el Dios verdadero, y la cultura es más perfecta en cuanto tiende a la perfección de la naturaleza humana, naturaleza que puede trascender lo puramente terrenal, entonces la religión ha de ser el fundamento más importante de la cultura.
En este sentido, es entendible por qué aquellos que incluyen a la religión como una simple manifestación más del hombre, no diferencian entre religión verdadera o falsa, sino simplemente religiones en plural, todas válidas en cuanto expresiones del hombre para ir a Dios
Teniendo en cuenta lo anterior, hay una cultura que depende de la realidad, y por lo tanto de Dios, y una cultura inmanente, que depende del hombre.
No es objeto de este escrito cómo el proceso revolucionario a lo largo de los siglos logró separar religión y cultura. Pero así como se puede hablar de una cultura católica, también se puede hablar de una cultura secular o naturalista.
Llegado a este punto, se puede entrever el problema del concepto de batalla cultural. Algunos afirman que la batalla cultural no es una cruzada religiosa, seduciendo a los católicos, casi de un modo imperativo, a que se mezclen políticamente a favor de una cultura «de derecha» o de «nueva derecha». Que no sería otra cosa que una gran alianza a través de un mínimo común denominador que reaccione contra el marxismo cultural (aquel gran chivo expiatorio de los liberales conservadores) y el establishment.
Este sincretismo político o unión sin las debidas precauciones, pueden conllevar a un sincretismo religioso, porque como afirmó Donoso Cortés: «Toda cuestión política se resuelve en una cuestión teológica».
Nadie niega que en la política hay circunstancias en que puede haber alianzas entre sujetos diferenciales, búsquedas de un mismo fin a través de medios diversos, o búsquedas de diversos fines a través de un mismo medio. La prudencia ha de ordenar el cómo y el cuándo de estas alianzas temporales. Pero invitar a una unión sin más, simplemente por buscar una eficacia presente y exclusivamente terrenal, es propio de aquellos que no tienen en cuenta los peligros que conllevan estas uniones para las almas sencillas y para el mantenimiento de la ortodoxia en los partidos u organizaciones católicas.
Es por esto que la batalla que realizamos los católicos es religiosa, luchamos por Dios; y es política, luchamos por la Patria. Las posibles tentaciones comunitaristas e integristas son frutos del peligroso activismo que traen heterodoxias y herejías en nombre de una tolerancia cobarde y pragmática.
El católico que no está respaldado por un movimiento o institución que encarne la política católica como lo hace el carlismo, está en desventaja de caer en uno de estos extremos. En este sentido, el carlismo tiene la capacidad y la gran misión de practicar una verdadera política católica, subordinando todo a Cristo, incluso la cultura.
¿Luchamos por una cultura determinada porque subjetivamente me gusta más? No, luchamos por Dios, para que por derecho reine en los individuos y en la sociedad, y así el prójimo, e incluso uno mismo, pueda tener más posibilidades de alcanzar la salvación eterna y lograr ver a Dios cara a cara.
Gabriel Robledo, Círculo Tradicionalista del Río de la Plata
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