
Efectivamente, el liberalismo y todas sus derivadas ideológicas, conducen a la negación de la libertad. Y el silogismo es diáfano: si sobre la voluntad del hombre únicamente actúan instintos de conservación, reacciones químicas y neuronales predeterminadas, como consecuencia de determinados estímulos que generan situaciones económicas estandarizadas, ¿qué diferencia existe con respecto a los animales no racionales? Podría decirse, siendo generoso, que la única diferencia es que las respuestas a esos estímulos son, aparentemente, racionales, por cuanto llevan inscritas las respuestas a través de razonamientos intuitivos, y no meras pulsiones determinísticas.
El corolario de todo lo dicho es que esas leyes del Universo se encargan espontáneamente de armonizar los instintos individuales en beneficio de la colectividad, con tal de que las acciones humanas que de ellos se derivan sean sinceras y espontáneas, es decir, carentes de coacción. Esta tesis, utópica en su extremo, se abona en diferentes gradaciones según la escuela liberal de que se trate. Pero todas ellas parten de esa creencia, variando únicamente el grado de su edulcoración. Para algunos, la idea es infalible; para otros, sin serlo, es correcta en su fondo para inspirar toda una teoría económica, de manera que basta con modularla sin abandonarla como premisa de base.
El remate de todo lo dicho se produce cuando el delirio liberal católico pretende ver en esa armonización de instintos, nada menos que el designio divino para el hombre, de modo que «Dios es libertario» (Jesús Huerta de Soto). En otras palabras, cualquier intromisión en el desarrollo de ese orden armónico sería un atentado contra la voluntad divina. Bajo esta perspectiva, no es extraño que se piense que la intervención política en la economía (que no de la economía) sea un auténtico desafío venido de las tinieblas. En cambio, y sorprendentemente, desde el catolicismo liberal no se objeta nada a que los escolásticos austríacos de economía, entre otras escuelas, desprecien el valor de la razón humana, emulando a Lutero. Según ellos, el hombre no sabe de dónde viene ni adónde va, por qué está donde está, ni por qué hace lo que hace; simplemente tiene la tendencia a hacerlo, y por eso mismo debe hacerlo. Por su bien y por el de la comunidad.
Como ya dijimos, las repercusiones de esta ideología sobre los elementos nucleares de la vida social son incalculables. Quedan heridas de muerte la natural sociabilidad del hombre, que se sustituye por el contractualismo para la materialización del instinto de conservación; la justicia, virtud custodia de la majestad del gobernante, que se reduce a un control de la «pureza» en la espontaneidad inspiradora de los intercambios individuales, exento de referencia alguna al bien común o a la justicia distributiva; y, por supuesto, la religión, constreñida al ámbito de lo individual y lo subjetivo. En definitiva, la naturaleza del hombre amputada y animalizada en beneficio de un supuesto orden cósmico que armoniza el pecado individual para supuestamente convertirlo en virtud social.
Gonzalo J. Cabrera, Círculo Cultural Alberto Ruiz de Galarreta (Valencia).
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