Feria, fiesta, celebración o romería conforman el suelo hispano de las fiestas patronales. Entre todas ellas, se reviste de especial fervor la gran fiesta de la Asunción de María, el 15 de agosto, que también es la celebración magna de la pequeña ciudad que da nombre a nuestro Círculo, y motivo del presente artículo.
Esa fiesta mayor, también es paradigma de lo que ya es avanzadilla del enemigo de las Españas en una doble vertiente: la laica y la cultural.
En una primera aproximación constatamos diariamente, la desacralización de las fiestas; antaño (hasta hace muy poco) todas bajo el patrocinio de Nuestro Señor Jesucristo, de su Madre, María Santísima, bajo diferentes advocaciones: Carmen, Rosario, Nieves o del Alcázar, o de algunos de sus santos. En una primera fase (todavía existente en varios lugares) con la profanación de la propia celebración: es consabido, no sólo los excesos, si no la exaltación de los mismos como reclamo para el eventual turista y regocijo de los del lugar. Tanto es así que en una supuesta defensa de la mujer, y después de jalear a los jóvenes a una sociedad hipererotizada donde -como siempre- , acaba la mujer siendo considerada como objeto, se montan unos llamados «Puntos violeta» para aparentar sorpresa por lo provocado (Donoso Cortés: «levantamos tronos a las causas y cadalsos a las consecuencias»).
Pero este deplorable paso, donde las celebraciones religiosas son poco más que una línea en el cartel de los actos del día, y con asistentes (en su mayoría) gozando ya hace tiempo de la senectud, es el último peldaño para la desaparición nominal de la fiesta: de «Fiesta de la Virgen del Alcázar» a «Feria de Baeza» (como figura en no pocos carteles). Reconozco que en otros lugares, el hundimiento es mayor, mutando el nombre del Santo que se celebra por el de algún vegetal o condimento de la cocina local: «Fiesta del Aceite», «Pimiento», «el Percebe» o «de la Cerveza» ; los ejemplos son tan numerosos como ingredientes tienen nuestros platos.
Esta desacralización es lo que llamaba felizmente uno de sus más fervientes promotores, Benedicto XVI, «laicidad positiva».
Evidentemente, y parafraseando a Chesterton («pudiéramos decir que el mundo moderno está poblado de viejas virtudes cristianas que se han vuelto locas»), olvidado Dios, el sinsentido se apodera del hombre, pero… en todas sus potencias.
Tanto es así que ya ni se sabe qué se celebra, asumiendo roles culturales ajenos a la tradición. Repito: olvidado el carácter sacro de la fiesta, ésta es un cuerpo descabezado sin arraigo alguno, aunque los participantes salten en la misma plaza del pueblo y toquen el mismo tambor que utilizó su abuelo.
Y así viene la asunción de roles que no le pertenecen a la fiesta. Llegamos al segundo de los pasos antes citados. Pongamos el sencillo ejemplo del Santo Reino de Jaén, y más concretamente de la que fue su primera sede episcopal, Baeza.
Como he dicho en el símil, el tambor es el del abuelo, pero la vestimenta…la que las oficinas de turismo han decidido que corresponden a Andalucía, aunque no son las de Jaén. En ese desligamiento de las generaciones anteriores a los más jóvenes se les hace olvidar incluso lo que es España y les hacen lucir un resplandeciente traje de… ¡sevillana!. ¿Y a ellos?, de ¡cordobés! Un perfecto cartel para agencia de viajes para lechosos londinenses. Sólo falta D. Pablo, alcalde de Villa del Río, paseando por las casetas de la feria esperando a Míster Marshall.
Pero el Santo Reino de Jaén (Santo y Reino: en 1833, tras 587 años de existencia, el Real Decreto de 30 de noviembre, bajo la regencia de la deplorable María Cristina de Borbón, se suprimió jurídicamente el Reino de Jaén, inventándose la provincia de Jaén) tiene su propia historia, como la tiene el Reino de Córdoba y el Reino de Sevilla. Y su propia vestimenta: la pastira para la mujer y el chirri para el hombre.
Lleva la falda corta, el pie ceñido,
guarda negro jubón el talle airoso.
Mantoncillo de flecos espumoso,
luce en los hombros con gentil descuido.
Embellecen en el clásico prendido,
cruz de esmeraldas en el cuello hermoso,
pendientes de dibujo caprichoso,
anillos de la fe que ha prometido.
Adornan ricas trenzas la cabeza
que ostenta con pudor roja mantilla
y, así, ataviada la ideal belleza,
cuando en el templo dobla la rodilla,
ella es el pueblo de Jaén
que reza a su Virgen sin par de la Capilla.
Ahora siga la Feria al son de fandangos, boleros, jotas y melenchones (composiciones formadas normalmente por estrofas de cuatro versos entre los que se puede intercalar otra con estructura diferente, a forma de estribillo):
El melenchón de mi tierra
lo bajó un ángel del cielo
para que las jaeneras
puedan lucir su salero.
Roberto Gómez Bastida, Círculo Tradicionalista de Baeza
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