Bien conocida es la distinción que en el dominio socioeconómico hace la Iglesia entre su parte técnica, la cual ella considera que queda fuera de su competencia magisterial, y el orden moral que debe regirlo, al cual dice deber limitar sus enseñanzas y prescripciones. Lo resumió bien el Papa Pío XI, primero en su Encíclica Quadragesimo Anno cuando declara (§41): «Hay que establecer lo que hace ya tiempo confirmó claramente León XIII: que Nos tenemos el derecho y el deber de juzgar con autoridad suprema sobre estas materias sociales y económicas». «[La Iglesia] no puede en modo alguno renunciar al cometido, a ella confiado por Dios, de interponer su autoridad, no ciertamente en materias técnicas, para las cuales no cuenta con los medios adecuados a su cometido, sino en todas aquéllas que se refieren a la moral. En lo que atañe a estas cosas, el depósito de la verdad, a Nos confiado por Dios, y el gravísimo deber de divulgar, de interpretar y aun de urgir oportuna e inoportunamente toda ley moral, somete y sujeta a nuestro supremo juicio tanto el orden de las cosas sociales cuanto el de las mismas cosas económicas». Y de nuevo en Divini Redemptoris reafirma esta idea (§33): «La Iglesia, en efecto, aunque nunca ha presentado como suyo un determinado sistema técnico en el campo de la acción económica y social, por no ser ésta su misión, ha fijado, sin embargo, claramente las principales líneas fundamentales, que si bien son susceptibles de diversas aplicaciones concretas, según las diferentes condiciones de tiempos, lugares y pueblos, indican, sin embargo, el camino seguro para obtener un feliz desarrollo progresivo de la Ciudad».
Sin embargo, estas afirmaciones dejan un cierto poso de equivocidad o confusión en el lector, que queda con la sensación de la existencia de una separación absoluta entre el aspecto técnico y el moral de todo hecho socioeconómico, algo que por lo menos resulta cuestionable que se dé verdaderamente en la realidad.
Donde más y mejor se refleja esto es en el terreno de la contabilidad habida en el ámbito general comunitario, asunto que está en la raíz última de los problemas de índole socioeconómica que se vienen manifestando en las disociedades del sistema revolucionario de nuestra Edad Contemporánea. Evidentemente la actividad contable es una disciplina más, y, en cuanto tal, sometida a ciertas reglas que podemos calificar de carácter técnico. Pero nadie medianamente sensato se atrevería a pensar que esa naturaleza técnica excluye a la Iglesia (a sus Ministros) de poder juzgar acerca de la moralidad de las acciones acometidas por los contables en el ejercicio de su actividad propia. Incluso la misma Iglesia, en sus distintas instituciones, tiene la necesidad, como sociedad, de llevar sus propias cuentas, y a nadie se le ocurriría criticarla si condenara a sus contables al comprobar, tras una auditoría independiente, que, en un año en que había habido –digamos, p. ej.– 100 de ingresos y 20 de gastos, le hubieran presentado una cuenta de resultados final sólo de +50 habiendo desfalcado los otros 30 restantes para su bolsillo particular. Sumar y restar son operaciones técnicas, cierto, pero nadie con buen sentido diría que lo que ha acontecido ha sido una cuestión puramente técnica en la que la Iglesia no debía inmiscuirse; más bien, la Iglesia estaría habilitada para juzgarlo como una inmoralidad, por utilizar una palabra suave.
Mutatis mutandis, algo similar acaece cuando abordamos la contabilidad que se viene realizando a nivel comunitario en los pueblos occidentales bajo la égida de la «ortodoxia» económica, en donde, no sólo no se reconoce el beneficio en que ordinariamente, con seguridad, se incurre en la comunidad política en el curso de las distintas y variadas actividades económicas que autónomamente se desarrollan en su seno durante un periodo determinado, sino que incluso se refleja contablemente como una pérdida sufrida por la sociedad en forma de deuda financiera.
C. H. Douglas, distinguiendo entre un plano técnico y otro político, afirmaba (TSC, 24/07/1948): «A riesgo de alguna repetición, puede ser deseable declarar la base esencial, y la diferencia, que distingue al ataque del Crédito Social, primariamente sobre la finanza, pero inferencialmente sobre la política. No sostenemos ninguna patente exclusiva sobre reforma monetaria o economía política, usando el término en el sentido en que se entiende, p. ej., en Cambridge. Pero, hasta donde podemos observar, parecemos estar solos al insistir en que reforma monetaria no es Economía Política. Quizás podamos elaborarlo un poco. Decimos que un sistema monetario es una forma especial de contabilidad que debería indicar un equilibrio entre precios de bienes en el mercado (incluyendo intangibles) y poder adquisitivo disponible. Pero más aún, decimos que sueldos y salarios son pagos por un intangible que es un componente de todos los tangibles, y que estas dos proposiciones tomadas juntas imponen un equilibrio que es fáctico, no político. La Economía Política sólo comienza donde la finanza debería dejarse fuera. Por ejemplo, deberíamos caracterizar la política monetaria de los socialistas en general, y de la presente Administración británica, como algo similar de hecho y en esencia a una Hoja de Balance fraudulenta, no porque nos disguste su política –que nos disgusta–, sino porque tenemos un completo desprecio por su contabilidad. Si la materia descansara sobre este plano solo, podría posiblemente, aunque no inequívocamente, afirmarse que [la Iglesia Católica es] libre de tomar partido en, o ignorar, el asunto como algo puramente técnico. (¿Es puramente técnico una Hoja de Balance fraudulenta?). Pero no es así». La contabilidad «ortodoxa», creemos, tiene implicaciones morales que sí entran en la competencia judicial eclesiástica.
Félix M.ª Martín Antoniano
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