PCR de machismo (I)

A nadie le importan la justicia, la moralidad ni la verdad; sólo importa que las cosas «funcionen»

Portada del disco «la leyenda del beso», Zarzuela española de Soutillo y Vert

Las buenas gentes del siglo XXI adoran las soluciones simples, soluciones «milagro», soluciones de eficacia garantizada, soluciones de mínimo esfuerzo, súper soluciones en las que, aparentemente, nadie había pensado antes, soluciones fáciles con recursos de uso cotidiano… Soluciones, sobre todo, que no requieran pensar. A las buenas gentes del siglo XXI no les gusta usar la cabeza, porque eso podría conducirles a peligrosas conclusiones. O a conclusiones, lisa y llanamente. Porque las buenas gentes del siglo XXI, crean o no en la existencia de algo así como la verdad, saben que la verdad y la mentira no son cosas de las que se hable en público. A nadie le importan la justicia, la moralidad ni la verdad; sólo importa que las cosas funcionen y que todos estemos [más o menos y, al menos exteriormente] contentos, satisfechos y pagados.

Las soluciones fáciles y rápidas nos gustan porque nos ahorran el doloroso pasatiempo de explicarle a los demás que están equivocados y, en su caso, el abominable y detestable acto de reconocer que lo estamos nosotros. Si algo es universal y generalmente reconocido y, sobre todo, si resulta sociológicamente funcional, no cometeremos el desatino de hacernos preguntas al respecto. No demasiadas. A nadie le gustan los preguntones, que comparten planta con los inquisidores. Y absolutamente nadie quiere ser tachado de dogmático, porque el dogmatismo, como todo el mundo sabe, es la antesala eufemística del fascismo más descarnado.

Por eso aceptamos de bastante buen talante que todo un género de problemas variados sean atribuidos a una causa común con la que, quizá, tengan poco o nada que ver. Porque todos estamos de acuerdo con que la causa es problemática y porque tenemos miedo de enfrentarnos a la posible existencia de otras causas del mal. O, tal vez, lisa y llanamente, porque la simplificación, la reducción al lugar común, favorecen a intereses muy poderosos y que están muy por encima de los mezquinos y mediocres intereses de la masa alienada de las buenas gentes del siglo XXI. A la que, no lo olvidemos, estamos todos, incluidos los carlistas, lectores, simpatizantes y firmas de La Esperanza, en constante peligro de pertenecer. ¡Vigilad y orad!

Hace no tantos años una gran parte del mundo que comprendía a la totalidad de los países del llamado Occidente (latissimo sensu) se hallaba secuestrado en sus domicilios a causa de un virus. No vamos a hablar del virus. SARSCov2, «coronavirus», «Covid» o, en la locución más común entre las clases populares españolas, «Cóvid»; es un virus. Un virus que provoca una enfermedad. Como hay y ha habido cientos, miles, de virus y de enfermedades, que son una de las muchísimas consecuencias dolorosas del pecado original.

El virus fue contagioso; muy contagioso; extremadamente contagioso, según parece. Haciendo una lectura razonable y razonada de los datos oficiales hubo, efectivamente, muchos contagios y muchas muertes. Quizá no tantos como para justificar las medidas que se impusieron, pero muchos, en cualquier caso.

Lo que resultó curioso, inquietante, sintomático, incluso, fue el empeño por matar a todo el mundo de coronavirus (dejen que me explique): fueron numerosísimas las polémicas en torno a las estadísticas de contagios y, sobre todo, de muertes por coronavirus. Dejamos aparte las cuestiones de eficacia y fiabilidad de los test; dejamos aparte la práctica desaparición de la gripe, el resfriado común y otras simpáticas y confiables enfermedades estacionales que fueron atacadas y aniquiladas por el Covid con más voracidad aún que muchas residencias de ancianos y conventos (muchos de ellos residencias de ancianos, también). Nos limitamos a recordar el hecho, bien conocido, de que fue práctica habitual, durante aquellos locos años en los que toda la población española fue víctima de un delito de detención ilegal por parte de un Gobierno que aprobó sucesivos confinamientos inconstitucionales, poner un palote más en la columna «Muertes por Covid» de la estadística gubernamental de turno a todo difunto que, en el momento de fallecer, diera positivo el test. Dicho de otro modo, todos los muertos con Covid fueron, a efectos estadísticos, muertos por Covid. La diferencia es enorme, abismal, como la que hay entre un hombre y una mujer. Aunque, una y otra cada vez interesen a menos gente.

Durante aquellos peligrosos meses, uno podía, si tenía la suerte de poder salir de casa y coger el coche y la malísima suerte de tener un accidente (a pesar de estar, probablemente, sólo en las carreteras, junto con las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado que, al parecer, tampoco tenían mucho más que hacer que multar a ancianos sin mascarilla que se paseaban por las – ya habitualmente— desiertas sendas y caminos de Soria), morir por un tradicional traumatismo provocado por una colisión a gran velocidad y, por arte de birlibirloque —o del CIS, o del MOMO— morir, sin embargo, víctima del Covid, porque antes de dar con sus restos a la incineradora —durante el Covid todos los muertos fueron paganos— le hicieron un test nasofaríngeo, en lo que quedase de su nariz y de su faringe, que demostró, más allá de toda duda posible, que fue un diminuto microorganismo blandurrio pero insidioso y no una sólida y resistente mediana la que le llevó al otro barrio.

(Continuará)

G. García-Vao

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