Más sobre la amistad de San Pío X y Don Carlos

Qué sabor íntimo y cordial tiene la sencillez de algunas frases

El Príncipe de la Iglesia llevaba al de la sangre como cosa de doce años. Y tenía sesenta cuando llegó a la Sede Vaticana. Edad madura por parte de los dos, en la cumbre de la experiencia, en la que el corazón sabe bastante más por desengaños que por libros, y no es fácil que se equivoque cuando se entrega a la amistad.

Acaso el Cardenal le engañase ─digámoslo así─ solo una vez. Pero sin la menor malicia. Como engañó a tantísima gente. Cuando fue a Roma para asistir al Cónclave, con un billete de segunda clase para la ida y el regreso, y se despidió «hasta la vuelta». Porque no volvió nunca, y quedó prisionero en el Vaticano para siempre.

Carlos VII conocía perfectamente al futuro San Pío X. Por eso le quería tanto. Y por eso propaló con frecuencia, en especial desde esta «mentira» de su amigo, fiándose en conocerle a fondo, que le llegaríamos a ver en los altares. Que es por lo que su hijo, Don Jaime de Borbón y Borbón, que también le trató y le quiso tanto, escribiría desde Suiza a su Delegado en España el Marqués de Cerralbo, residiendo en el Castillo de Wertegg con los Parma, a raíz del fallecimiento del Pontífice: «Pío X ha muerto. Perdemos un apoyo y un amigo incomparable, pero tendremos un santo más en el Cielo que ruegue por nosotros».

Una prueba delicadísima de la amistad conmovedora entre Don Carlos y San Pío X, la hizo patente Polo Peyrolón en su vida de Carlos VII. Es una carta del Cardenal Sarto, cuando llevaba poco tiempo de Patriarca de Venecia y aún dispondrían los dos nuevos amigos de siete años de convivencia y relación en el Perla del Adriático.

La Real familia viste su corazón de luto. Les ha caído una desgracia que les contrista y abochorna. Una de las Infantas ha decidido «vivir su vida» sin contar con sus padres, y el Rey ha publicado en los periódicos una especie de alocución a sus leales en forma epistolar, dolorida y enérgica.

Esta nota de prensa es causa suficiente para que el Patriarca enderece a su amigo una carta cariñosísima. Le escribe:

«Alteza Real:

La desgarradora y dignísima carta que V.A. ha dirigido a los fieles carlistas, y que veo publicada en los diarios, me entera de la gran tribulación que hiere su corazón de padre y de Príncipe.

Vivísima parte tomo en su justo dolor, y no dejaré de rogar al cielo para que derrame bálsamos consoladores sobre la cruel herida, y para eso, con el auxilio de la gracia divina, aligere el peso de la cruz que cae sobre V.A., sobre la Real Familia y sobre todos aquellos que, por sangre o por el afecto, le pertenezcan.

Permítame que con reverencia y perfecta consideración me firme de V.A.R.

Devotísimo y afectísimo servidor de verdad,

JOSÉ, CARDENAL SARTO.

Patriarca.

Venecia, 23 de noviembre de 1896».

La misiva está prieta de ternura de la mejor especie. El encabezamiento pudiera parecer solemne: «Alteza Real». Pero es el texto como una catarata de cariño y de sinceridad, que por sí solo justificaría la denominación de «amigo incomparable» del telegrama de Don Jaime a Cerralbo. ¡Qué sabor íntimo y cordial tiene la sencillez de algunas frases, como la de «fieles carlistas» y la de «todos aquellos que, por sangre o por el afecto, le pertenezcan»! El lenguaje palpita, vive. Es un ahorro de sentimiento que da vigor a las palabras. Y al escribir la despedida, la fórmula corriente de «afectísimo servidor» se le antoja demasiado protocolaria, pese al amable «devotísimo» que le precede, y la pone una añadidura ─el «de verdad»─ que viene a ser como un pleonasmo de cariño. ¡Cómo rezuma almíbar de consuelo el renglón entrañable: «devotísimo y afectísimo servidor de verdad»!

Amarguras fantásticas, antes y después de la guerra, acribillaron a la Real Familia desterrada: traiciones, deslealtades, contratiempos de toda índole… Pero el Señor les compensó con hermosas contrapartidas. Una de las más grandes, a buen seguro, esta carta del Cardenal Sarto.

Si como me decía Don Javier, en cierta ocasión, el cariño y la lealtad de Don Alfonso-Carlos a Pío IX fue un verdadero amor, pudiéramos decir lo mismo del sentimiento de Don Carlos hacia San Pío X.

Sí, ciertamente, Don Carlos y los suyos ─y los «fieles carlistas»─ perdieron un «amigo incomparable» al fallecer el Papa Sarto. Pero no es menos cierto que desde el Cielo continúa velando por la Familia Real, como Don Jaime esperaba también, tan razonable y confiadamente. Y como hace cinco años, el Día de los Mártires de la Tradición, nos lo patentizó en uno de sus familiares, al aparecérsele a su ahijado Don Cayetano de Borbón-Parma, nuestro Príncipe Requeté, momentos antes de su muerte.

Ignacio Romero Raizábal.

Fuente: Montejurra, Núm. 30. Julio de 1963.

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta