De vez en cuando debemos volver sobre aquella falacia, existente en los ambientes derechistas, que trata de confrontar dialécticamente las políticas desplegadas en la época de la dictadura franquista con las políticas llevadas a cabo en el actual régimen juanquista-felipista del 78 (exacerbadas en estos últimos años con ocasión de la llamada «Agenda 2030»). El núcleo esencial de la dicotomía que se pretende establecer entre ambas se sitúa en el supuesto carácter «libre y nacional» y «orientado al bien común» de las primeras, frente a la naturaleza «forzada e impuesta desde el exterior» y encaminada a buscar «el mal de los españoles» en favor de intereses extraños de las segundas. No cabe en la cabeza de aquellos católicos nominales que asumen este planteamiento (y a los que principalmente queremos dirigir estas líneas) la posibilidad de que las políticas del período franquista pudieran estar, en última instancia, gobernadas por esta misma segunda descripción, conduciendo los caminos de la vida española básicamente por los mismos derroteros que la guían actualmente, dentro de un único y común proceso unitario (que no difiere sustancialmente, por lo demás, al que han sufrido paralelamente los demás países de nuestro entorno occidental, aunque con un especial ensañamiento –no dejamos de reconocerlo– en el caso español). A muchos de estos católicos quizás les pueda sorprender a primera vista estas afirmaciones nuestras, pero es la conclusión lógica que se desprende si atendemos al balance final de la realidad social dejada por la dictadura franquista antes de su subsiguiente y accesoria reforma hacia el actual sistema constitucional.
Para convencernos de ello, nos bastará con citar dos análisis sucintos de la situación producida elaborados hacia el término de dicho régimen desde dos posicionamientos distintos: uno críticamente desfavorable, proveniente de una publicación no precisamente desafecta al franquismo, pero que a la sazón se encontraba en una postura de «oposición interna» al aparato oficial del mismo; y otro, de juicio favorable, procedente de un hombre «de la situación», funcionario político del Estado franquista. El primer análisis se debe al publicista católico Julián Gil de Sagredo y apareció en el nº de 5 de Enero de 1974 del semanario Fuerza Nueva. Llevaba un elocuente subtítulo: «Porqués del divorcio entre la Tradición y el Estado actual (en la práctica)». La palabra «Tradición» se podría sustituir perfectamente por la expresión más clara de «Doctrina Social de la Iglesia» sin que por ello variara fundamentalmente un ápice el sentido de todo su artículo.
En el nudo de su contenido, deja asentada la siguiente sentencia: «Llegamos a 1973, y nos encontramos ante una situación de hecho que no responde a los Principios de la Tradición ni responde tampoco a la configuración de carácter tradicional que impregna a los Principios Fundamentales del Movimiento. Existe un profundo divorcio entre la sangre que fecundó el Alzamiento del 18 de Julio y el cuerpo social, político y económico que late bajo la estructuración administrativa de 1973». Observamos aquí, de paso, aquella otra falacia, típica en algunos autores y publicaciones de corte profranquista (y que a veces también se «contagiaba» en algún que otro escrito de intelectuales javieristas), consistente en pretender distinguir entre la teoría constitucional oficial del franquismo (supuestamente acorde con un orden genuinamente católico) y la praxis de las políticas de sus Gobiernos, que estarían en presunto conflicto con aquélla. Sobre esto ya hablamos en la serie de artículos «La política europeizadora de la dictadura franquista», a propósito del maestro Canals, quien había incurrido de buena fe en este error. Aparte del hecho de que todo régimen constitucional «español» es –por el hecho de ser constitucional– liberal (o sea, basado en la pura e irrestricta voluntad como criterio último), y, por tanto, anticatólico, reiteramos de nuevo el absurdo que existe en suponer que el fundador, inaugurador o instaurador de una cosa nueva se puede equivocar en la aplicación o implementación práctica de esa cosa nueva (sea la que sea). Si Franco hubiera considerado que la praxis que sus Gobiernos hacían a su vista, ciencia y paciencia, contradecía el sistema constitucional ideado por él, él mismo habría sido el primero –en tanto que fundador, y, por tanto, mejor enterado que ningún otro de su propio invento político fetjonsista– en haberlo advertido y haber actuado en consecuencia rectificándolo de inmediato.
No insistimos más en este asunto particular, y pasamos ya al cuadro real que nos presenta Gil de Sagredo de la dictadura franquista en su terminación, bien distinto del que se esperaría de un organismo genuinamente católico: «Existe [supuestamente] divorcio en el orden político: 1) Porque el poder estatal ha franqueado libremente las fronteras de su competencia, absorbiendo dentro de su órbita facultades y funciones que pertenecen a la sociedad a través de sus cuerpos intermedios. El Estado educador, asegurador, médico, agricultor, industrial, comerciante, etc., ha sustituido el cometido que corresponde por propia competencia y derecho a la familia, a sus delegaciones sociales y escolares, a las clases y cuerpos, oficios y profesiones, a los labradores, industriales, comerciantes, etc. 2) Porque la Administración ha centralizado de tal manera las funciones y los servicios públicos, que ha producido la anulación de los órganos regionales, provinciales y locales, extirpando su autonomía, su vida propia y su desarrollo».
(Continuará)
Félix M.ª Martín Antoniano
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