De la unidad intelectual

es crucial el combate de la razón

Frente a los que a modo de martilleo proponen la trampa de que la Iglesia, para salvarse —no se lo pierdan— debe adaptarse y abrirse al mundo, Carlos Alberto Sacheri, a quien conocí gracias a las charlas que el padre Andereggen muy amablemente difunde, respondía que, al revés, es el mundo quien debe salvarse y convertirse dentro de la Iglesia. Se trata de una respuesta lógica que a muchos no se nos habría ocurrido dado el machaque incansable (aquella maldita insistencia) de grupos pseudo-proféticos que Sacheri clasificaba como la Iglesia Clandestina.

Por su parte, Chesterton lo expresa de otra forma: que haya males en el mundo, algo que el enemigo invoca como muestra del fracaso de la Iglesia, no la invalida, sino que, contrariamente, es la prueba que justifica su existencia, amén de la evidencia del fracaso de la contemporaneidad que prometía un mundo en paz y debe avergonzarse de la guerra universal (sic).

El magisterio de la Iglesia, dice Miguel Ayuso, ha de desenvolverse como autoridad independiente del poder político en el campo de la formulación de los principios. Don Miguel se apoya para hacer tal afirmación en Pío XI, quien así lo refrenda por ser la Iglesia institución divina y no humana. Esto lo encarna, por ejemplo, la filosofía de la segunda escolástica española que dio a luz el derecho de gentes.

Los tres autores van de la mano. En ellos encontramos lo que Sacheri propone: unidad intelectual. Y aunque transiten sin miedo por diferentes vías argumentales se dirigen (hablando en términos platónicos) «adondequiera que la verdad les lleve». Concretamente, caminan unidos al concepto de la Iglesia como autoridad.

Detengámonos aquí. Esbocemos con Sacheri la contraofensiva de las vanguardias de los integristas del método que infiltran la Iglesia y, digo yo, el resto de la sociedad. Lo primero es el silencio. En efecto, tan pronto como estos se acercan a la verdad callan, dejan correr los segundos, miran a otro lugar. Lo siguiente es la simulación. Al verse frente a la realidad distraen la atención, quitan hierro, facilitan el surgimiento de otros temas mientras cierran el paso a la (su) inconveniencia o a la (su) incomodidad.

Sí, es que el diablo adolece de jugar al disimulo en tales circunstancias. Vémoslo en la paz perpetua de Kant, que lleva en su seno el veto a la natural búsqueda de la Verdad en el hombre por fomentar esta, según su tesis, conflictos e ilusiones. Se trata de que su aplastante imperativo categórico facilite la tarea a lo políticamente correcto, a lo práctico, a los falsos derechos, a la ilusoria autonomía. La cuestión real está en distraernos del camino al orden de la perfección, sobre todo en sus aspectos intelectual y moral.

Es, asimismo, la implacable voluntad general del contradictorio Rousseau; de nuevo un instrumento, un método, al servicio de la mezquindad, porque: ¿qué garantía de verdad hay en una fórmula arbitraria a no ser que se crea que esta tiene propiedades mágicas? Podríamos seguir citando, pero creo que es suficiente.

Así, harto más temible es quien acecha desde la falsa paz que aquel a quien se le ve venir con agresividad. Al menos frente al segundo el alma se prepara para el combate o, creo yo, hay en quien afronta un fondo de sinceridad, una remota intención de unidad, o consenso, vaya.

Las fuerzas diabólicas, pues, usan la astucia, causan el vacío, la ignorancia, la sorpresa. La subsiguiente dialéctica, la división o la oposición son la fórmula magistral de su Baphomet, y con ellas se pretenderá romper aquella unidad de la inteligencia que ya citamos al inicio. La que da coherencia al mundo, la que es unión de fe.

Pues bien, tras el periodo de silencio y distracción empezarán la mezcla de verdades y errores en su vaso de precipitados para obtener la dilución. Brotará pues el pluralismo que provocará la dificultad de discernir, todo ingeniado para llevar de forma gradual el pensamiento verdadero en un sentido muy claro, de camino a la nada. Usan los procedimientos de los alquimistas por quienes las transformaciones de los elementos tienen como fin resultar en oro. En efecto, pero sólo su oro, su conocimiento, su plenitud, su propia realidad, en fin, su endiosamiento. La reina de la noche bajará a los infiernos con el resto de escorias que fueron ensalzadas instrumentalmente para obtener el metal y se convierten en despreciables al ya disponerlo.

Al frente, como señuelo, las dichas vanguardias sitúan el busto con semblante irreverente de una joven mujer de quien pende una teta al aire, y que suplanta a la libertad, mientras distrae la inteligencia y desfigura el conocimiento. La feminidad, por seguro, es esto para ellos: a la corta útil como medio, pero le tienen destinado el basurero, al fin y al cabo.

En esta tesitura de duda, de pluralismo, de campo minado, pues, es crucial el combate de la razón. En nuestro tiempo necesitamos más que nunca de la unión intelectual, el discernimiento, una clara visión metafísica que nos permitirá trazar la respuesta en cada caso particular. En nuestro tiempo necesitamos de la prudencia. Son la unión intelectual y la prudencia las que permiten la comunión en la fe, las que garantizan que la libre voluntad se adhiera a la verdad y se mantenga en ella saboreando los frutos que la clarividencia nos brinda. Así, cuando llegue el momento, triunfará la Caridad, virtud con mayúsculas, fundamento de la civilización cristiana defendida por los Padres y tan necesaria para la salvación. Bueno, mejor dicho, reinará la virtud del amor cuando Él provea por gracia del Espíritu Santo.

Joan Mayol

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