El 25 de marzo es, en algunos calendarios antiguos, la fecha de la creación del mundo. Es también, en el nuestro, el día de la Anunciación. Y no es raro que se señale en las fuentes como el día del equinoccio primaveral (en Ovidio hay sólo unas horas de diferencia). Nueve meses exactos después, el 25 de diciembre, es la Natividad.
San Lucas nos dice (Lc. I, 36), asimismo, que el Ángel señaló a Nuestra Señora aquel 25 de marzo que su prima Santa Isabel estaba preñada de seis meses, faltando tres para que diera a luz. Es decir, el 24 de junio, día en que celebramos el nacimiento de San Juan Bautista. Mismo día en que, por cierto, la luz del Sol está en su punto álgido, pero a partir de allí comienza a disminuir en el hemisferio Norte, por lo que Ovidio dice en sus Fastos que tempora labuntur, tacitisque senescimus annis, et fugiunt freno non remorante dies («el tiempo se desvanece y envejecemos con el paso silencioso de los años, que no hay freno que detenga»): es el solsticio de verano.
Así, vemos que Nuestro Señor nació en el momento de luminosidad solar creciente, mientras el Precursor en el de luminosidad decreciente. Lo que confirma San Juan cuando señala las palabras del Bautista (Jn. III, 30): Illum oportet crescere, me autem minui («Es necesario que Él crezca y que yo mengüe»).
Con estas breves referencias no pretendemos sólo ejemplificar el fundamento sólidamente escriturístico de nuestro calendario litúrgico sino, en mayor medida, recordar aquellas palabras del Génesis (I, 14): fiant luminaria in firmamento coeli, et dividant diem ac noctem, et sint in signa et tempora, […]. Fecitque Deus duo luminaria magna: luminare majus, et praesset diei; et luminare minus, ut praesset nocti; et stellas («Sean hechas lumbreras en el firmamento del cielo y separen el día de la noche, señalen fiestas y tiempos […]. E hizo Dios dos grandes lumbreras, la lumbrera mayor, para que presidiese el día; y la luminaria menor, para que presidiese la noche; y las estrellas»).
De donde vemos que Nuestro Señor, en su sabiduría, nos dio en el calendario litúrgico una mirada a la manera en que rige la Creación: una ventana a la eternidad desde la cual Él nos ve a nosotros y nosotros lo contemplamos de vuelta. Y de donde podemos concluir que el calendario no es de exclusiva factura humana, por lo que no puede ser artificialmente diseñado ni artificiosamente reformado. Es cierto que el Pontífice tiene poder de atar y desatar (Mt. XVI, 19), pero también que esa facultad le ha sido concedida para fines específicos respecto a los cuales no se debe desviar.
Ello nos permite comprender la gravedad de las imposiciones revolucionarias que, primero en Francia y luego en el resto del mundo, se extendieron desde el siglo XVIII, sustituyendo las festividades litúrgicas por las conmemoraciones revolucionarias, desde las muy solemnes como el Día de la Constitución, hasta las ridículas como el Día de la Hortaliza Fresca. Se trata de imposiciones, en ocasiones aparentemente inofensivas, pero que tienen una intención identificable: obscurecer nuestra ventana a la eternidad, para que dejemos de recordar lo que Nuestro Señor ha hecho por nosotros. Es así como las fiestas estatales deben estudiarse, como también las innovaciones de nuestros administradores clericales en la materia, que no tienen otro objeto que disminuir las devociones previas para inculcar nuevas.
Ello, no obstante, no debe ser motivo de desesperanza, pues con la misma certeza que tenemos de que la noche dará lugar al día, debemos tener por seguro que Él regresará y su luz de nuevo brillará a través de nuestro ventanal. Como dijo Isaías (Is. LVIII, 8): tunc erumpet quasi mane lumen tuum et sanitas tua citius orietur («entonces tu luz irrumpirá como la aurora y tu cordura emanará rápidamente»).
Rodrigo Fernández Diez, Círculo Tradicionalista Celedonio de Jarauta de Méjico.
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