Hay que extremar las precauciones cuando uno habla de «lenguas cooficiales», porque si bien es evidentemente chocante, amén de extremadamente poco práctico, que un Gobierno no pueda gobernar en un solo idioma, no es menos cierto que nosotros, los carlistas, somos delicadamente conscientes de su importancia. Intentemos dejar algunas cosas claras desde el principio y, después, pasar a extraer las posibles conclusiones:
Un imperio no puede administrarse en veinticinco lenguas diferentes. Extremo que no deja de ser paradójico porque un imperio, en la acepción más corriente entre historiadores y filósofos, es una organización política de proyección tendencialmente global «presidida», en cierto modo, por una nación que, por su mayor señorío, autoridad o poder, dirige el proyecto común. No se trata de una «nación de naciones», pues como diría el Prof. Gambra, eso es un fenomenal absurdo, pues «resulta evidente que un hombre no está hecho de hombres»; es una comunidad política en la que pueden encontrarse varias naciones diferentes, bajo una autoridad común. Lo cual supone, naturalmente, una cierta variedad de lenguas nacionales. Es evidente que cuando los reinos de Aragón, Valencia, Mallorca, los condados (que no reinos) catalanes y los señoríos (que no reinos) de Vizcaya y Álava se unieron a Castilla y a León, la lengua predominante, la castellana, fue la que se impuso, de manera natural, como la vehicular en el naciente imperio hispano; sin que por ello desaparecieran, fueran en absoluto perseguidas el aragonés, el valenciano, el mallorquín, el catalán y el vascuence o se ejerciera discriminación alguna sobre sus hablantes. Muy al contrario. A nadie se le ocurriría pensar que el Tribunal de las Aguas debiera comenzar a celebrar sus sesiones en mirandés; pero tampoco resultaría de recibo, al menos para aquellos atrasados señores que hicieron de España el Mundo, que la Junta de Valladolid hablase en aranés. Exactamente lo mismo puede decirse del náhuatl, del quechua y de las demás lenguas precolombinas: era justo, razonable y muy apreciado que tales lenguas se conservaran y desarrollaran; que Sor Juana Inés de la Cruz incluyera pasajes en náhuatl en algunos de los villancicos que, con tanto aparato y pompa se celebraban (más bien que interpretarse) en las catedrales de Puebla de los Ángeles y de México. Y, sin embargo, y con la misma naturalidad, a nadie se le hubiera pasado por la cabeza que los virreyes marqueses de La Laguna y de Mancera tuviesen que hacer sus proclamas en las «lenguas originarias». Porque, nos guste o no (que nos gusta: es evidente): ni el rey de Cataluña financió la exploración de América, porque ni había rey en Cataluña ni le interesaban los asuntos del Atlántico; ni el Inca cristianizó las Españas; primero porque el Inca no conocía la navegación transatlántica y, segundo, porque su religión consistía en sacrificar y consumir no a Cristo el Hijo de Dios, sino a sus propios hijos. Curiosamente, la España imperial se hizo en español y no en eonaviego. Y eso, aunque resulte incomprensible en nuestro cosmos poblado de egos incomunicables, resultaba perfectamente natural en un universo moral y civilizatorio en el que la gente trataba de buscar lo que de común tenía con sus semejantes en aras de obrar por un bien común. Que ese bien común podría haberse declinado en habla de Sóller en lugar de en castellano. Pero no fue ése el caso.
¿Significa esto que, cual obtusos centralistas de filiación franquista, debamos excluir del «espacio público» (cada vez más privatizado por invasiones publicitarias, mercantiles e identitarias) las lenguas no-castellanas? No, nada más ridículo. Precisamente es en el espacio público¸ en el sentido de popular, donde la diversidad lingüística puede hallar su más perfecto y fecundo acomodo. Pero es que, resulta, que la publicidad de una cosa puede tomarse en varios sentidos: algo puede ser público horizontalmente, porque pertenezca a todos los integrantes de un grupo de manera distributiva: la plaza del pueblo es, en ese sentido, perfectamente pública, porque todos los vecinos tienen parejo derecho a servirse de ella para ir a pasear, charlar, chismorrear y asistir a procesiones y mercados. Y, así, cada uno de los derechohabientes a la cosa pública pueden gozar de ella de acuerdo con sus propias particularidades, lingüísticas o no. Pero una cosa también puede decirse pública, verticalmente, porque situándose en un plano superior al del conjunto de los integrantes de un grupo, se dice de todos ellos o influye sobre los mismos por pertenecer o vincularse a la administración o gobierno común. Y, así, quienes participan de estas cosas públicas «superiores» (al menos, geométricamente), lo hacen con lo que de común tienen con los demás. En particular, la lengua común, que nos permite, precisamente comunicarnos.
Por todo ello, a las gentes de bien nos parece estupendo que se hable valenciano y castúo. Y que tales lenguas se cultiven, se conserven, se escriban y se desarrollen, como toda lengua. Y, como toda lengua, es posible que algunas de ellas terminen por desaparecer, como el riojano medieval. Nos parece maravilloso que existan Bearn o La sala de les nines, Plena de seny y las Cantigas, todas ellas compuestas por grandísimos literatos españoles en lenguas españolas distintas del castellano. Todas ellas compuestas por grandísimos literatos que, además de sus lenguas literarias, conocían perfectamente la lengua vehicular común a todos los españoles. Porque se trataba de españoles que no eran cortos de vista. Es cierto que no hay ningún impedimento metafísico a la preponderancia histórica del dialecto panticuto sobre las demás lenguas iberorromances; únicamente ciertas consideraciones históricas (como la escasa importancia relativa de Panticosa en la Historia Universal) han impedido que otras lenguas distintas del castellano fuesen la lengua de la Monarquía Española. Pero, de hecho, lo es. Lo es y a nadie le ha parecido especialmente preocupante hasta que ciertos personajes oscuros han encontrado una jugosa fuente de beneficios personales y crematísticos en el fomento de la división fratricida de los diversos pueblos hispanos. Es el viejo cainismo de siempre, elevado a la categoría de proyecto de Ley. Y, como es bien sabido que la religión y la raza les son incuestionablemente comunes (pese a los delirios de razas arias vasco-catalanas de ciertos prebostes peneuvistas y junteros), no han hallado mejor subterfugio que el de convencer a muchos incautos de que es mejor conocer una sola lengua, sobre todo si ésta es «superior», aunque sea la de unos pocos cientos de miles de personas solamente (en el mejor de los casos), que conocer dos, aunque la segunda fuese el habla común que hizo hermanos a los mercaderes de la Seda con los que se codeaba Ausiàs March, a los caballeros galaico-portugueses del séquito del Rey Sabio, al Inca Garcilaso y a la Musa Décima.
No se trata de que no nos gastemos miles de euros del contribuyente en hacer el indio en el Congreso; porque, en la práctica, llevamos gastados millones de euros del contribuyente en hacer el indio en el Congreso desde que existe el Congreso. No se trata de que ciertos diputados de todos los pelajes políticos nos «deslumbren» diciendo las mismas idioteces de siempre en dos lenguas distintas. Se puede, perfectamente, ser analfabeto en varios idiomas. Nos parece mal que se utilicen el catalán y el gallego en el espacio público por excelencia de todos los españoles por la misma razón por la que consideramos que las cosas que se han dicho en estos días en gallego, catalán y castellano tampoco tienen cabida en el espacio público de todos los españoles. No queremos que Junts y ERC hablen en catalán, ni queremos que el BNG hable en gallego, ni queremos que Bildu y el PNV lo hagan en vascuence; como tampoco queremos que el PP y el PSOE hablen en castellano. Nos parece que poco cambia la comedia con una lengua o con varias. Es el mismo Caín de siempre, sólo que ahora, en Babel.
G. García-Vao
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