Si la Fides et ratio de Benedicto XVI intentó precavernos contra el divorcio entre la fe y la razón, tratando de convencernos de que lo ideal era una simple separación de mutuo acuerdo; si, contra la multisecular tradición de la Iglesia, se nos está tratando de convencer que la fe transcurre en planos inalcanzables e inasibles para la racionalidad del hombre contemporáneo (pero no para su sentimentalidad); Francisco nos ha sorprendido con la grata y consolante nueva de que Fe y Razón pueden volver a encontrar un espacio de armonía, diálogo y pacífica coexistencia sinodal: Fides est ratio. La nueva fe del católico consiste en la aceptación obsequiosa y aquiescente de todo lo que los próceres de la Agenda 2030 proponga a su razón en aras de su propia salvación, en una Tierra más limpia, más sostenible y mucho menos poblada. Nótese que uno y otro «su» se refieren a sujetos diferentes.
La fe inquebrantable en esta nueva ciencia, a un tiempo ecológica y social, se imbrica de la manera más profunda en el ideal inspirador del Futuro. El católico posmoderno no se para en consideraciones escatológicas sobre celestiales más allás, porque alberga la firme y pública confianza de que nadie puede condenarse, porque Dios es Amor. O, más bien, Amor es dios y los demás habitantes de la empírea región no entran en la consideración del poscatólico. Y también porque ha llegado a aborrecer hasta la náusea la idea de una eternidad contemplativa, porque desde hace cincuenta años los ministros de su Iglesia no hacen otra cosa que repetirle que la salvación, caso de necesitarse, vendrá por la atención al prójimo, el voluntariado y el testimonio. Las carmelitas y los cartujos son, para el católico posmoderno, héroes o lunáticos. Pero en ningún caso un ideal a emular o un ejemplo que proponer a la consideración de sus correligionarios. El que de verdad «hace lo que haría Jesús» es el cooperante de una ONG que ayuda a ciertas tribus paganas de la Amazonia a luchar contra sus opresores capitalistas o el que hace llegar móviles inservibles y ropa vieja a los hijos hambrientos y analfabetos de ciertas lejanas regiones del África que nunca han oído ni oirán hablar de Dios y de su plan de salvación para todos los hombres. En especial, de la parte de los cooperantes católicos.
El Futuro no puede ser una beatitud de éxtasis místico como nos la han pintado los teólogos medievales; porque en el éxtasis de la contemplación del Verbo no se garantiza la presencia de música celestial (o de electro-pop pinchado por un señor con alzacuellos) ni de mariposas en el estómago, los dos únicos signos ciertos e infalibles de gozo y de dicha. Esa religión retrocatólica es demasiado cerebral y está abierta a una eternidad sin tiempo y sin experiencias compartidas. El nuevo catolicismo se interesa, más bien, por un Futuro, que habrá de durar eternamente aquí abajo, pues cuanto más tiempo pasamos contemplándolo, más terror y más agudos dolores nos produce la perspectiva de enfrentarnos a la Eternidad que, en consecuencia, habremos elegido.
En el Futuro neocatólico no hay lugar para la caridad, palabra ya desechada, por sobeteada y desvirtuada de su sentido auténtico: el que le daban las «primeras comunidades», entelequia de fantasía que ha pasado a ocupar el puesto de autoridad que otrora tuviese el Doctor Común entre los lobos con piel de cordero que campan a sus anchas atrayendo a toda clase de incautos a las fauces de ese Futuro Permanente que es el infierno, disfrazados de jesuitas, de teólogas y de animadores parroquiales. «En las primeras comunidades primaba el encuentro con el otro». Y luego ya, si eso, nos ocupábamos de ese Otro que se suponía que estábamos todos adorando aquí. La religión del futuro es una religión llena de buenos sentimientos, pero no es fraternal, sino fratricida. Porque «acompañar» al que está empeñado en arrojarse al abismo no es un acto de caridad cristiana. Es una conducta propia de especies carroñeras que esperan poder alimentarse con los restos destrozados del incauto una vez que aterrice al fondo del barranco.
Mientras que la hermandad, vocablo de raigambre típicamente castellana, consiste en el apoyo mutuo en la consecución de los ideales comunes (en el caso del hombre y de su vida tomada como un todo, su beatitud); la fraternidad, odioso galicismo, supone el respeto exquisito de las libertades y prerrogativas de nuestro con-ciudadano (como los incautos católicos que en vano buscan, bajo el yugo del Partido Comunista Chino, amparo en los brazos del Santo Padre) en su muy libre y muy individual camino a la perdición.
Frente a una Trinidad excesivamente esdrújula y excesivamente espiritual, la Iglesia de 2023 nos propone un nuevo Signo de nuestra Fe: Racionalidad, Sostenibilidad y Fraternidad.
Ni Voltaire, en sus más lúbricos sueños, habría imaginado tal cosa.
Que el Señor nos ilumine. Con mis oraciones,
Justo Herrera de Novella
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