La justicia es el hábito según el cual se dice que uno es operativo en la elección de lo justo, como dice Aristóteles en el libro quinto de su Ética a Nicómaco; definición que Santo Tomás formula como el hábito según el cual uno, con constante y perpetua voluntad, da a cada uno su derecho. Entendemos que, por tanto, existen dos elementos constitutivos de la justicia. El primero se refiere a la alteridad, esto es, la justicia precisa de un otro al que se le da lo que le corresponde; por ello, no se puede hablar —estrictamente— de una justicia para con uno mismo, más allá de una forma metafórica. Por otro lado, es lógico que lo que corresponde a cada uno nos remite a un patrón de rectitud; o sea, la justicia hace buenos los actos en tanto que los rectifica, por lo que es preciso un patrón de rectitud, una realidad sobre la que se juzga lo recto o lo torcido. Este patrón de rectitud, lo que corresponde a cada hombre, es inescindible de la propia naturaleza humana, de lo que el hombre es, en primer lugar. Antes de saber qué corresponde a un hombre es preciso saber qué es el propio hombre. En segundo lugar, hemos de atender a las circunstancias en las que se desenvuelve el hombre concreto para determinar qué es lo justo en tal caso. Así, por ejemplo, es justo castigar a un criminal porque ha transgredido el orden natural al cometer un delito, en primer orden, aplicándole, por otra parte, una pena, ceñida a los usos y costumbres de la sociedad en la que se cometa la acción delictiva.
El hombre como animal social y político vive en sociedad, necesaria para alcanzar bienes superiores que le corresponden, pero que no puede alcanzar por sí mismo. De ahí que el orden natural social es, también, orden justo, pues la justicia se refiere al otro y ordena, de esta forma, el resto de virtudes a bienes superiores al particular, esto es, a bienes comunes, coronados, en último término, por el bien común de la comunidad política.
Se entiende, pues, que la restauración de la Ciudad Católica precisa una sustantividad natural sobre la que incide la perfección de la gracia, por lo que el primer paso es la persecución de un orden justo, exigencia del orden natural. Pretender, por el contrario, una cristianización de la sociedad ajena a la rectitud social previa sería errar el tiro de forma notable; negligencia, por cierto, no por grave e indecorosa menos frecuente, pues la cultura política católica contemporánea —sea en sus bases o jerarquías— da pruebas tristemente reiteradas de no comprender esta realidad. La llamada «nueva evangelización», cuyo adjetivo es ciertamente intrigante, parece deslizarse entre la exclusiva salvación de la persona —en el mejor de los casos— y el sometimiento del individuo a los regímenes liberales posmodernos, haciendo suya la falaz y tendenciosa distinción del personalismo contemporáneo.
En estas modestas líneas abordaremos los deberes que nacen del orden justo, operativos a su restauración y eficacia, según el análisis de la propia justicia, en conexión con la experiencia político-jurídica hispánica, fiel reflejo de la Ciudad Católica, en contraposición con la magmática infidelidad idólatra europea, cuyo último eslabón es el nihilismo que hoy nos tiraniza.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense
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