Decíamos que la justicia es la virtud cuyo contenido consiste en dar a cada uno su derecho, esto es, lo que le corresponde o lo justo. La justicia, sin embargo, no puede ser asimilada de forma unitaria a todos los sujetos sobre los que se aplica, pues ello sería contrario a lo justo correspondiente a cada uno. Así, los deberes de justicia de un hombre no son los mismos para con su hijo que para con su vecino. Quisiera detenerme, en este punto, en la consideración de Dios como receptor de nuestros actos justos.
Es claro que el hombre nunca podría devolver a Dios todo lo que de Él ha recibido. Este abismo infinito que el hombre no puede alcanzar implica que la semejanza no puede ser la regla de la justicia entre la relación creatura-Creador. La religión, por su parte, responde a un deber de justicia en dicha circunstancia, pues consiste en rendir a Dios el homenaje debido por su excelencia, que, por ser ésta superior a todas las demás, constituye una virtud especial.
El objeto de estas líneas versa sobre los deberes que nacen de dicha obligación exigida por la justicia, en relación con la instauración del orden justo. Entiendo que pueden extraerse dos deberes ligados a la religión, conectados a su vez con la militancia en el apostolado del bien común al que estamos llamados. El tratamiento de estos deberes no pretenden, lógicamente, ser absolutos y exclusivos; la selección responde a un juicio personal, pero que estimo pertinente en la situación que nos ocupa.
Primeramente, se desprende de la virtud de religión, esto es, rendir el culto debido a Dios, el conocimiento de la doctrina católica. Si desarrollamos este concepto, y sabiendo que el culto debido a Dios no sólo es propio de los hombres, sino de las sociedades, se nos abre un panorama amplio. Es lógico que el culto debe leerse de forma amplia, o sea, no sólo referido al culto que recibe Dios ofrecido por la Iglesia como sociedad sobrenatural, sino como exigencia de la Realeza de Cristo ante las sociedades humanas, siguiendo a Pío XI. Por ello, la religión implica la exigencia de conocer la doctrina católica y, concretamente, la doctrina política católica, con miras a rendir culto al Rey de reyes. Las perversiones en este punto no pueden dejar inerme la recta comprensión de la virtud de religión. La devastación modernista introdujo en la Ciudad Santa los viejos enemigos con ropajes pretendidamente religiosos; inventos siniestros como la «sana laicidad» asumieron —y asumen— la vieja tesis liberal de la autonomía de las creaturas, capitaneadas por las tendenciosas interpretaciones de Jacques Maritain, operativas a absolutizar a la persona y relativizar el deber de obediencia de las sociedades a Cristo Rey. Así las cosas, la perversión de la doctrina política católica ha alumbrado una «nueva cristiandad», término que pretende camuflar la apostasía contemporánea con justificaciones «teológicas».
El segundo deber que quisiera mencionar es la recta comprensión del estado ocupado en la sociedad sobrenatural de la Iglesia, dada las graves implicaciones que conlleva en la acción en la sociedad natural. En este punto no puede culparse exclusivamente al modernismo catalizado por el II Concilio del Vaticano; tristes ejemplos como la Acción Católica evidencian una desordenada acción clericalizada por parte del estamento eclesiástico, operativa a servirse de su condición para influir en la acción de los seglares en el panorama político. Este desorden, operativo a la democracia cristiana, ha legado al pueblo católico una confusión indeseable de la que no sólo no se ha recuperado, sino que ha visto agravados sus efectos. Los seglares, siguiendo a Pío XII, han de cifrar su acción en el mundo en la restauración del orden social cristiano, quebrado por la Reforma protestante; los contubernios con las ideologías revolucionarias, pese a sus disfraces de «unidad» o «concordia», constituyen una traición sustantiva a los deberes inherentes a la acción cristiana en el mundo.
Estimo que estos deberes son suficientes en la configuración de las obligaciones derivadas del orden cristiano, de andamiaje natural y, por tanto, inseparable del orden justo. No pretendo, como he apuntado, ser exhaustivo, pero estimo que los deberes mencionados son irrenunciables, siendo las bases sustantivas del deber de restauración de la Ciudad Católica, que, dice San Pío X, no está en las nubes ni por inventar, esto es, no se difumina en la niebla tóxica del subjetivismo ideológico, ni es objeto del voluntarismo prometeico moderno que implica la revolución.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense
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