La consideración de la justicia nos conduce a preguntarnos si, después de Dios, existen sujetos especiales receptores de actos justos. Efectivamente, después de Dios, a quien más debemos es a los padres y a la patria. De ahí que, como pertenece a la religión dar culto a Dios, así, en un grado inferior, pertenece a la piedad darlo a los padres y a la patria. La piedad, por ello, constituye una justicia especial, pues tanto a los padres como a la patria no podemos corresponderles de manera semejante por lo recibido de sus manos. En esta parte, nos centraremos en los deberes emanados de la virtud patriótica, esto es, de la pietas patria.
La patria no es una sustancia individual, como postulan los nacionalismos ideológicos; ello no obsta para que la patria sea una entidad potestativa de naturaleza moral, exigencia natural de la vida en común de los hombres para su perfección. Por ello, el orden justo que informa la comunidad perfecta natural, andamiaje de la Ciudad Católica, no puede permanecer ajeno a la consideración de la piedad patriótica.
El primer deber exigido por la piedad patriótica es la subordinación de la acción al servicio del bien común, finalidad que informa la comunidad política. La patria, en este sentido, precisa una recta constitución y caracterización para que persiga rectamente el bien común temporal. Debe advertirse un riesgo en el análisis: la patria como exigencia natural, así como el bien común, no puede dejar de existir, lo contrario sería negar su condición de natural y, por tanto, convertirla en objeto de la voluntad del hombre. Ello no es óbice para que la acción desordenada no incida en tales instituciones y realidades, pero nunca pueden desaparecer.
Dicho esto, es claro que la modernidad —teoréticamente hablando— constituye la institucionalización de la subversión, la negación del orden como pseudo fundamento social y la herejía estructural social como sustitución del corpus mysticum de la cristiandad. Por ello, el primer deber que se desprende de la piedad patriótica es la acción restauradora del orden político y social, esto es, el restablecimiento de la continuidad de las Españas como pervivencia de la Christianitas maior, que diría Francisco Elías de Tejada. La prioridad de la política puede escandalizar a algunos por su sabor maurrasiano, pero su veracidad responde no a autores determinados, sino a la recta concepción del orden político, así como a la naturaleza política —antipolítica en realidad— de la modernidad, lo que imprime la acción de su combate, siguiendo a Jean Madiran. La continuidad de las Españas como exigencia de la pietas patria no es una noción ideológica, difuminada en nubes teóricas ayunas de concreción, sino la acción restauradora, necesariamente concreta por imposición del pensamiento realista, lo que nos conduce a la afirmación del orden frente a la impiedad revolucionaria en suelo hispánico, que sustantivamente fue, y es, el carlismo. Lo contrario, o sea, la exclusión del carlismo como continuidad de las Españas, es un sentido sin hecho, que diría Francisco Canals.
El deber que la piedad patriótica exige en lo tocante a la continuidad de las Españas, un segundo deber que debemos mencionar. Se trata de considerar los hechos desde un prisma auténticamente clásico y cristiano, esto es, fundado en la transmisión de saberes que constituye la propia Tradición. Por ello, debemos analizar la realidad no desde los laberintos ideológicos, interesados en enzarnarnos en problemas «inminentes» como señuelo para claudicaciones sustantivas; muestras hay miles, como puede ser la renuncia de la Ciudad Católica para resolver problemas inmediatos, como la reducción de los abortos o la libertad de los padres «para elegir», sin contemplar que el sistema, que se consolida con tales renuncias, es el origen de los males pasados, presentes y futuros.
La acción política católica exige, pues, la militancia integral, que, en lo tocante a la piedad patriótica, no puede escindirse del servicio a la recta constitución de la comunidad y la sociedad, bien irrenunciable para el bien común temporal, condición necesaria para la Ciudad Católica; lo contrario es engañarse, pensar que la impiedad de la ciudad conducirá a la beatitud de sus miembros.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense
Deje el primer comentario