Peluquería para Calvos

tenemos más a menudo la impresión de estar defendiendo las mismas cosas que personajes que, en los años 80 y 90 nos parecían unos completos tarados

Yolanda Díaz (Foto, revista «Vanitatis»), Alfonso Guerra (Foto Atresmedia)

En la simpática versión de la Disney del mito de Hércules se nos presenta, entre otras licencias cinematográficas más descacharrantes que anacrónicas, a un Hades, señor del Inframundo, más sardónico que malvado, más excéntrico que terrorífico y más digno de compasión que de terror reverencial. El Hades de animación posee una cabellera gaseosa, pues no es sino una muy lucida llamarada azul que arde, sin combustible alguno, sobre su brillante y rutilante calva grisácea. Hades no necesita pasar por el peluquero y, así, no corre el riesgo de sufrir ataques de lesa igualdad de la parte de viejas glorias del Partido Socialista Pan-Helénico por sus visitas más o menos reiteradas a su estilista capilar. Sólo tiene un inconveniente y es que sus azules guedejas corren un permanente riesgo de desaparecer por un mal golpe de viento o, como sucede en la película, por el intempestivo soplido de un caballo volador (¿a quién no le ha sucedido?). Turbado y súbitamente humillado, Hades se palpa nerviosamente el cráneo pronunciando esta fúnebre asunción de su divina ridiculez: «¿se me ha apagado el pelo?».

Yo conozco muchos señores que van a la peluquería. Me cuento, de hecho, entre ellos. No creo conocer a ninguno que lo haga más frecuentemente de una vez al mes, que es, incluso, un plazo excesivamente breve para que el pelo de un caballero normal haya vuelto a crecer tanto como para merecer un corte. Porque ningún caballero normal va a la peluquería a otra cosa que a cortarse el pelo (las barberías son otro cantar). Sin embargo, no conozco a ningún varón, normal o no, que deba ocupar a un profesional con el mantenimiento de la apariencia y el estado de su cabellera con regularidad. Conozco a muchísimas mujeres que sí y, hasta el momento, no se me había pasado por la cabeza que hacer esta constatación pudiese, también, ser un delito.

Hemos repetido, tal vez hasta la náusea, que uno de los efectos más indeseables de la incesante huida, no hacia adelante, sino hacia la izquierda, de la opinión pública, es que cada vez tenemos más a menudo la impresión de estar defendiendo las mismas cosas que personajes que, en los años 80 y 90 nos parecían unos completos tarados. Y no es que nosotros mismos nos estemos dejando escorar, ni que ellos hayan reaccionado al exceso de progreso escondiéndose en las cavernas de la Tradición. Es, simplemente, que a ellos les quedaba algo de sentido común que ahora, también, está siendo puesto en cuestión.

Lo digo porque llegarán al final de este artículo y pensarán que García-Vao es Guerra, en vez de darla; pero la culpa no es mía, ni es suya. Lo es de Calvo que, naturalmente, no quiere ir a la peluquería; y de Rubiales, que resulta que es Calvo. Tampoco hay que olvidar que, paradójicamente, nadie más Rubiales que Calviño…

Calvo, Carmen Calvo, Dixie, para los amigos. Calvo, la Cartógrafa Mayor del Reino; Calvo, a la que no le gusta que nos lancemos las palabras a la cabeza; Calvo, la de Cabra, es decir, la egabrense; Calvo, la femitradi; Carmen, en fin, a quien desde estas líneas siempre hemos profesado rendida admiración, se ha unido al club de los socialistas de nouvelle vague que critican a los «históricos» [es decir, a los sin cargo] del PSOE que, por avatares insondables del giro copernicano de la política española, hoy son fachas por decir, en 2023, lo que en 1982 era el No-Va-Más del Progresío. Calvo está en guerra con Guerra. Y están en guerra por un asunto de pelos. La Guerra de las Naranjas, pero a otro nivel.

Guerra, que debe de ser como Hades, porque siempre fue el hermano tenebroso y maloso del todopoderoso Patriarca del Socialismo Olímpico Español (llámenlo X[1]), también ha considerado oportuno iluminar nuestras tediosas existencias con ciertas declaraciones sobre la nueva estrategia de la izquierda con el terrorismo catalán de vía parlamentaria, a saber: dejar al aparato judicial español en una situación institucional que puede compararse a la del incauto explorador del África pre-civilizada al que una tribu celosa de su excepcionalidad, hubiese capturado, desnudado, embadurnado de melaza y atado a un árbol bajo el que se encuentra un bullente nido de hormigas rojas. Porque una amnistía no es un indulto, que supone que el Ejecutivo ―con razón o sin ella― dispense a un culpable de la pena en la que ha incurrido por su delito. Una amnistía implica un reconocimiento, tácito o expreso, de la ilegitimidad de la pena impuesta, ya por la mala praxis del juzgador, ya por enmienda a la totalidad de la legislación aplicada. Pero aun así los jueces no harán nada, que ellos tienen mucho sentido del Estado, no como los Letrados…

Guerra, como muchos señores con un mínimo nivel de decencia, se siente traicionado en sus más hondos ideales patrióticos (que, ojo, no son nada hondos; y eso es lo más interesante del asunto), porque la Vice-Emperatriz del Diálogo Empático y del Trabajo Transcendental de Estepaís[2] (antes, España) ha ido a Waterloo, probablemente a ritmo de Waterloo, porque ése es el nivel, a hablar, abrazarse y marujear con un prófugo de la Justicia española, a la que, como ya se mofaban sin piedad nuestros socios europeos, nuestro propio Gobierno no considera indecente dejar en ridículo. Yolicienta se ha reunido con el Gobierno de la República Catalana en el Exilio (exilio que debe de ser de orden metafísico, porque es un exilio existencial) y con una serie de ectoplasmas políticos que se dicen sus representantes para negociar cómo y en qué condiciones los susodichos podrán volver a España sin temor a la persecución judicial. Los que niegan que el Gobierno de España tenga autoridad alguna sobre Cataluña, humillándose ante el Gobierno de España para que éste les permita volver a Cataluña sin temor a acabar en prisión. No estoy de acuerdo con los que dicen que «Sánchez se rinde a los separatistas»: No sólo: los separatistas, de hecho, se están rindiendo ante Sánchez reconociendo, siquiera por la manera en la que están llevando a cabo su chantaje, que el ilegítimo y fascista Gobierno español no es, de hecho, tan ilegítimo, puesto que puede exonerar a criminales con certificado ideológico y genético de pureza racial catalana. Atención, porque los socialistas, como buenos hijos de este siglo, son más astutos que los hijos de la Luz, y acabarán utilizando este asunto en su propio provecho: «Junts contribuye a la formación de un Gobierno en España, para obtener la amnistía de varios de sus miembros: en ese gesto mismo, Junts reconoce la legitimidad del Gobierno y de sus amnistías»: el PSOE vuelve a ser el Partido Patriota.

Pero, volviendo a Guerra: le ha afeado a Yolicienta sus visitas, al mismo tiempo, a prófugos de la justicia y a profesionales de la estética capilar, con cargo a los Presupuestos Generales del Estado: «Ya tendrá tiempo, ya: entre peluquería y peluquería». Lo cual, lógicamente, ha despertado la cólera del feminismo patrio porque, como es de todos sabido, ninguna mujer feminista va a la peluquería y ninguna mujer feminista se arregla el pelo para estar más guapa o para atraer la atención. Ni siquiera y, menos que nadie, Carmen Calvo.

Por eso, mi ínclita ex ministra predilecta, ha declarado a los medios que la han abordado en el Congreso de los Diputados que «es una lástima que a las mujeres de este país se las juzgue por su pelo y no por sus neuronas». Carmen Calvo quiere que la juzguen por sus neuronas. Carmen Calvo.

Aunque yo habría estado dispuesto a hacer un elogio moderado de su permanente, a medio camino entre un flequillo Arriba España en plena decadencia y el lacado inmaculado de la difunta Fabiola de los Belgas, me atendré a sus feministas deseos y sólo juzgaré a Carmen Calvo por sus capacidades intelectuales: tiren de hemeroteca y, si lo desean, de los archivos de esta columna. Yo sólo le dedicaré la frase (convenientemente modificada en clave feminista) con la que hemos encabezado este artículo:

«Carmen… Se te ha apagado… ¿la neurona?».

[1] O sea, el personaje cuya verdadera identidad revelan esas siglas.

[2] O sea, el personaje cuya verdadera identidad revelan esas siglas.

G. García-Vao

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