El Cardenal Newman y la «Iglesia» anglicana

EN MUCHAS DE LAS CUESTIONES DE CONCIENCIA QUE A ÉL SE LE PLANTEARON ES POSIBLE TRAZAR UN CIERTO PARALELISMO CON LOS DOLOROSOS CASOS DE CONCIENCIA QUE SE SUSCITAN EN MUCHOS «CATÓLICOS PERPLEJOS» DE HOY DÍA

John Henry Newman (1801-1890). Ingresó en la Iglesia Católica en 1845. Ordenado Sacerdote en 1847. Fue creado Cardenal en 1879. El Papa Francisco lo canonizó en 2019.

A veces una autobiografía, a pesar de su carácter personal, puede ser de manera indirecta el mejor camino que permita al lector extranjero y/o de otra época conocer a fondo la atmósfera prevalente y el espíritu general de una sociedad y tiempo determinados. Se podría clasificar en esa categoría aquella confesión, sobre el desarrollo de su pensamiento íntimo religioso durante su período como anglicano, que el Cardenal Newman se sintió obligado a publicar en 1864 contra los ataques de que todavía venía siendo objeto –ya formaba parte de la Iglesia verdadera desde 1845– en la prensa británica bajo la acusación de insinceridad en sus actuaciones. Se trata de la conocida Apologia pro vita sua, en donde el autor va describiendo las distintas fases por las que atravesaron sus reflexiones en materia religiosa, principalmente en el marco del llamado Movimiento de Oxford (1833-1845), escuela de pensamiento teológico cofundada y liderada por él desde la Universidad de Oxford con el fin de buscar y fijar unos fundamentos histórico-dogmáticos que asentaran el origen apostólico de la «Iglesia» de Inglaterra. A este Movimiento también se le conocía con el nombre de Tractarianismo por aparecer publicadas sus ideas en una serie de 90 Tracts o folletos (1833-1841) que escandalizaron al establishment universitario y «eclesiástico» del momento por su fuerte tendencia catolizante, en contraposición a la interpretación protestantizante –dominante y oficial– del anglicanismo. Aunque Newman creyó encontrar la solución en su teoría de la Vía Media (en virtud de la cual la confesión anglicana sería la verdadera heredera de la Iglesia Apostólica y de los Santos Padres, frente a los «errores» de la Iglesia de Roma, por un lado, y los del Protestantismo, por el otro), su honrado estudio de la antigüedad cristiana, a medida que fue profundizando más en él, acabaría por convencerle de la falsedad de la «Iglesia» anglicana y de la realidad de la Iglesia Católica como única Iglesia verdadera. No obstante, la teoría de la Vía Media se quedaría en el seno del anglicanismo como un soporte doctrinal de la rama conocida como anglocatólica, si bien a la postre completamente vaciada de todo aquel originario bagaje dogmático-católico con que quiso sostenerla Newman, como ya lo señalara y delatara en 1933 el historiador converso Christopher Dawson en su ensayo conmemorativo del centenario del Movimiento.

Resultó un complemento muy oportuno a la Apologia la novela que estampó Newman en 1848 titulada Perder y ganar. Historia de un converso, que reviste los caracteres de lo que Unamuno bautizaba con el nombre de nivola, esto es, una obra con muy poca narración y en la que predominan sobre todo los diálogos; unos diálogos que ayudan a esclarecer no sólo la esencia de cada una de las diversas tendencias religiosas que bullían en el panorama intelectual-«clerical» universitario de Oxford (y de Inglaterra en general), sino que también evidencian los métodos y mecanismos de que se valía dicha institución académica para sofocar cualquier conato de novedad teorética surgida en su interior que pudiese tener sabor «romanista» o «papista», y que son reflejo de las coacciones y presiones que Newman tuvo que experimentar y sufrir en su persona.

También se podría decir que estas obras de Newman gozan de cierta actualidad porque, en muchas de las cuestiones de conciencia que a él se le plantearon en su estudio de la Historia eclesial y en su comparación entre la Iglesia Católica y la «Iglesia» de Inglaterra, es posible trazar un cierto paralelismo con los dolorosos casos de conciencia que se suscitan en muchos «católicos perplejos» de hoy día cuando se ponen a cotejar la Iglesia postconciliar con la preconciliar. En este sentido, sería interesante preguntarse qué habría opinado el Cardenal Newman ante las transformaciones acaecidas en la Iglesia a raíz del Concilio. ¿Las hubiera considerado un lícito «desarrollo» dentro de la Iglesia, o como una extraña innovación injertada en su Cuerpo? Si atendemos a su concepción de la primacía de la conciencia moral, que le inclinaría –según pareciera desprenderse de su opúsculo Carta al Duque de Norfolk (1875)– a dar un alcance más limitado a las condenas de las libertades modernas del Syllabus o a la infalibilidad personal del Sumo Pontífice, quizá se podría conjeturar que no habría visto con malos ojos el «derecho» a la libertad religiosa y la colegialidad eclesiástica. Pero si nos fijamos en la política del ecumenismo, con sus prácticas de «intercomunicación» o «intercomunión» con dirigentes de todo tipo de sectas acatólicas, o la creación del Novus Ordo con vistas a favorecer la unión con los herejes protestantes, aquí sí creemos que se le hubiera originado un conflicto de conciencia no muy distinto al que se le produjo al Arzobispo Marcel Lefebvre, ya que esos cambios le habrían traído de nuevo a la mente las aberraciones similares de que había sido testigo en la «Jerarquía» de su antigua comunión anglicana y que fueron las que acabaron por confirmarle en su definitiva salida de la misma. Sea lo que fuere, Newman, en la referida Carta, dejaba en todo caso bien claro cuál tenía que ser siempre el criterio que, según él, había de prevalecer en sus decisiones: «Añadiré un comentario. Caso de verme obligado a hablar de religión en un brindis de sobremesa –desde luego, no parece cosa muy probable–, beberé “¡Por el Papa!”, con mucho gusto. Pero primero “¡Por la Conciencia!”, después “¡Por el Papa!”».

Félix M.ª Martín Antoniano

Deje el primer comentario

Dejar una respuesta