
La consideración de la justicia nos obliga a detenernos en las partes de la justicia. Así, encontramos una justicia particular y otra general, subdividiéndose la primera en distributiva y conmutativa. La primera se funda en la relación del todo respecto a las partes; y a esta relación se asemeja el orden al que pertenece el aspecto de la comunidad en relación con cada una de las personas; este orden, ciertamente, lo dirige la justicia distributiva, que es la que distribuye proporcionalmente los bienes comunes.
La justicia distributiva nos conduce, pues, a las partes que integran la comunidad, a la sociedad. Sociedad cuya composición, por cierto, no es monolítica, sino orgánica. Aunque el término «sociedad orgánica» fue vilmente empleado por regímenes conservadores de matriz fascistizante —al menos en el caso español—, su recto significado se refiere a la asimilación de los cuerpos sociales a órganos de un mismo cuerpo. Así, el órgano tiene su propio fin, y dicho fin particular se ordena a un fin general que precisa el propio órgano. Un corazón, por ejemplo, bombea la sangre a todo el cuerpo; pero ni tiene sentido un corazón aislado del cuerpo ni el cuerpo vive sin el corazón. El fin común es, pues, la salud del cuerpo, lo cual no es ajeno a los fines propios de los órganos, sino que, en tanto común, es superior a todos ellos. Del mismo modo, la sociedad se compone de multitud de cuerpos sociales básicos con finalidades propias, pero que se subordinan al bien común de la comunidad, que trasciende la mera asociación. Las partes cooperan, orgánicamente, en la consecución del bien común proporcionalmente, sin obviar su fin propio, sino orientándolo al fin común. La justicia distributiva reparte, así, los bienes en función de la gradación de la sociedad de sociedades, de su acción y parte en el bien común.
Esta concepción clásica u orgánica de la sociedad nos previene contra dos corrupciones de la finalidad política. La primera de ellas sería la asimilación del bien común con la aniquilación de los bienes propios, la pretensión de suprimir las partes en el todo. Así, por volver al ejemplo, el corazón deja de latir, para pretender hacer del corazón la cabeza, acabando la vida del cuerpo por dicha desvirtuación. Por otro lado, es absurdo confundir el bien común como los bienes meramente individuales en yuxtaposición; la forma implica una ordenación material, por lo que las partes tienen su propio bien, pero no agotan en él todas sus perfecciones. Siguiendo con el ejemplo anterior, no tenemos un conjunto de órganos independientes, sino que somos un cuerpo, una ordenación material que implica el alma humana, que rige los fines propios de las partes al bien común.
El primer deber, pues, que se deriva de lo dicho es la refutación y abandono de toda actitud anarquizante, de matriz «societarista», que pretenda la absurda concepción de la superioridad de las partes al todo, o la ilusión de creer que el todo sigue a las partes. Sofisma, por cierto, muy común en los escombros de la cultura política católica, animado por un espíritu americanista por grupos abiertos —o secretos— que pretenden convertir la acción política en acción «social», con lemas que, en nombre de la «sociedad civil», abandonan la política detrás de sirenas como la «batalla cultural» y demás manifestaciones «acción» ilusa o, peor, interesada. La orientación de nuestra acción hacia el reparto de lo justo a las partes nos ha de mover a recordar la politicidad de nuestra acción, siguiendo el orden jerárquico de la comunidad de los hombres. Las limitaciones impuestas por la aridez de los tiempos quizá dificultan el acceso a la política, pero dicha situación es cuestión de hecho, no de derecho, esto es, es un mal a remediar, no un bien a celebrar.
El segundo deber que podemos extraer de nuestro análisis es la importancia de la acción local. En muchas ocasiones, nos ofuscamos en grandes batallas orquestadas por las familias del sistema y obviamos la importancia de nuestros deberes para con el prójimo, esto es, el próximo. Una acción política ajena a las circunstancias locales en las que se desarrolla sería una asunción, desordenada, de la primacía de un bien evanescente frente a bienes reales bajo nuestra responsabilidad. Así, evitando las lecturas «societaristas» de nuestros deberes, debemos perseguir los bienes a nuestro alcance, pero siempre con miras al bien común, inescindible de la acción política. Estimo que este deber ha de ser recordado, pues la excesiva digitalización que nos aqueja puede deslizar la tentación de que la manifestación de la opinión propia de manera virtual es un acto militancia heroico, cuando, en realidad, suele responder a una justificación de la pasividad personal.
No hemos de engañarnos, la comunidad de los hombres no se construye escalonadamente, frente a algunas opiniones católicas decimonónicas teñidas de recelo al Estado liberal, sino que se da con contemporaneidad en todas sus partes, siendo nuestro deber para con las partes, con miras en el todo, de una gravedad inexcusable.
Miguel Quesada, Círculo Hispalense
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