¡América grandiosa, soberbio continente!

ESPAÑA PARECÍA PREPARADA DESDE LA ETERNIDAD PARA ESTA TAREA

Romantic painting of the arrival of Christopher Columbus to America (Dióscoro Puebla, 1862)

Un acontecimiento histórico, tal vez el mayor acontecimiento de la historia luego de la Encarnación del Cristo, es la razón que nos motiva a romper el silencio de esta mañana primaveral. Que, entre los prístinos cantos de las aves de nuestra Villa, una voz tosca se alce para celebrarlo. Han pasado 531 años desde ese hito, en el que las carabelas que traían a ese Cristo Vivo tocaran nuestras costas, y como si fuera una jocosa broma de la Providencia era Cristóforo, el portador de Cristo, quien «comandaba» esas velas. Había partido del Puerto de Palos, despidiéndose, de la Virgen de la Rábida sin saber que el vero Capitán de la Historia tenía planes ajenos a los suyos. No estaban estos hombres aventureros destinados a la suerte banal del comercio, el suyo era un negocio mucho más alto, basado en la Economía de la Salvación. No lo sabían aún, como tampoco sabía Pedro, el apóstol, que esa mañana infructuosa de peces, rica de Gracia, se toparía con el Mesías. Pero su corazón lo esperaba. La esperanza es fruto del amor, y su recompensa es el bien amado; lo esperaba y por eso al verlo lo reconoció: «¿Y tú quién dices que soy yo, Pedro? – Tu eres el Mesías, el hijo del Dios vivo». ¡Bienaventurado Pedro! ¡Bien aventurado Cristóbal, que en adelante serás el estandarte que llevará impresa mi Cruz!

No estuvo solo en esta empresa, miles de jóvenes soñadores la continuaron, era un empresa civilizadora llevada a cabo con tesón e hidalguía en tierras inhóspitas y desconocidas; llenas de peligros, desde el cardo espinoso a la selva tupida. Era una misión. Una misión enorme y gigantesca: la de portar a Cristo y la cultura hispana, era el mandato de su Dios y de su Reina. Y así, al cabo de apenas 50 años de aquel desembarco, en estas tierras nuevas, ya había cientos de casas de formación, conventos, misiones, hospitales ¡y hasta Universidades! ¡Heroicos fueron los esfuerzos y gigantescos sus frutos!

Mucho hizo España por estas tierras y sus habitantes: «El rescate de los idiomas aborígenes que no conocían la escritura, elaborando diccionarios y las gramáticas; una catequesis que abarcó gran parte de las comunidades indígenas; la incorporación de ritos propios, aún muy presentes en nuestro norte argentino; el desarrollo de las artesanías, y de una pintura y arquitectura propia; una música propia que, empezando por acompañar las festividades religiosas, terminó produciendo bailes y cantos no solo religiosos sino también profanos, que aun hoy están presentes en las raíces de nuestro folclore popular…»

Pero sobre todo un código de moral cristiana, característico de esta nueva raza que se levantaba sobre la faz de la tierra; una raza que nada tenía que ver con genéticas, o pieles, sino con una irrenunciable e innegable identidad cultural, desde la Patagonia a tierras de México. Ninguna otra Nación podría haber realizado tan magna empresa; España parecía preparada desde la eternidad para esta tarea: la poderosa España, la última en abandonar aquella fenomenal Era de la Cristiandad Medieval, aquella que había recuperado sus tierras de la invasión musulmana tras 800 años de incesante lucha; la que había mantenido incólume su identidad vertebral, atravesada por Dios y por el tierno amor a su Madre; aquella identidad conformada por el genio griego, el viril pragmatismo romano y las gestas heroicas y caballerescas del medioevo. Esta España es la que forjó el humus de la Patria, caracterizada por primacías que jamás debieron dejar de ser: «la primacía de espiritual sobre lo material; del ser sobre el pensar; de lo ético-moral sobre lo científico-tecnológico; la primacía del orden natural por encima de cualquier positivismo jurídico; la primacía de aquel poder que viene siempre de lo alto, y que debe encontrar el mejor modo para ser ejercido en la tierra; la prioridad de lo político sobre lo económico; de la honestidad y la honra sobre la codicia y la avaricia».

Todo esto debía festejarse, y de ahí surgió el Día de la Raza, que dio paso luego a las Fiestas de la Hispanidad. Pero esta empresa gigantesca, de la que solo podemos dar vanas pinceladas en este breve momento, tuvo enemigos que hicieron de la epopeya española blanco de escarnio, de injurias, perjurios y zancadillas, con pasquines bien elaborados y distribuidos en los que nos enseñaban a renegar de nuestra herencia, que es como renunciar a nuestra carne y a nuestra sangre. De ese modo, pasamos de festejar este día de la Hispanidad a celebrar la falacia persuasiva de la maldición; lo hemos llamado «Día del Respeto a la Diversidad Cultural», sin entender realmente qué es respeto, diversidad y mucho menos Cultura; como si no fuera también cultura hispanoamericana, que debemos reconocer como «criolla», la de los wichís o los coyas, que expresan en su canto, en su religiosidad popular o en su folclore la innegable presencia española. Estos atomistas de la Cultura pretenden dividir para reinar, haciéndonos desaparecer en la vorágine de la no identidad. No debe ser así: para que eso no suceda, es necesaria la labor educativa que debe regir la finalidad de este Colegio de Saint Augustine Inicioschooling y todas las escuelas de la América hispana: asentarse en los perennes trascendentales del Bien, la Verdad y la Belleza para mantener intactas aquella primacía de la que hemos hablado.

Con esta convicción saludamos a toda la América bautizada; con aquel mismo saludo que hiciera poeta Juan Antonio Cavestany:

«¡América grandiosa, soberbio continente

Del ósculo que un día selló tu casta frente,

¡Halló tu oculta fuerza tu noble redención!

Hoy tienes en tus manos del mundo la palanca.

¡Sé grande! Mas no olvides que tu grandeza arranca

De España, de tu Madre, del beso de Colón».

Diego Amante, Círculo Tradicionalista del Río de la Plata

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