Cuando el Rey Leovigildo (569-586) impulsó su política de unidad de los territorios de la Península bajo un cetro común, pensó que esta unidad quedaría mejor afianzada si conseguía eliminar la división religiosa que existía entre las minorías germánicas arrianas y la mayoritaria población hispanorromana católica. Para conseguir esa unidad religiosa pergeñó con los Obispos arrianos un Símbolo de Fe de corte semiarriano y trató de imponerlo manu militari por toda la Península, encontrando una heroica resistencia tanto en el ámbito civil en que sobresalió su propio hijo el Príncipe San Hermenegildo hasta llegar al martirio, como en el ámbito eclesiástico católico encabezado por el Obispo de Mérida San Masona. La unidad religiosa quedaría finalmente consolidada por su otro hijo y sucesor el Rey Recaredo, pero en la Fe verdadera, en el grandioso escenario del III Concilio de Toledo, que fue presidido por el mismo San Masona.
Por entonces la doctrina del Filioque ya estaba ampliamente extendida por todo el territorio hispano y gozaba de una larga data, pues su presencia se puede rastrear desde la segunda mitad del siglo IV en los varios Símbolos y Reglas de Fe católicos que fueron surgiendo en la Península, y en los cuales no sólo se usaba de expresiones equivalentes sino incluso también del propio vocablo en sí, tal como se puede observar por ejemplo en la Regla de Fe del I Concilio de Toledo del año 400, convocado para combatir la entonces ponzoñosa influencia del heresiarca Prisciliano († 385, auténtico «sincretizador» de todos los errores gnósticos, y que acabaría sus días siendo juzgado y ejecutado por la autoridad civil romana cristiana convicto de practicar la magia). Pero la cuestión está en cuándo se empezó a introducir el Filioque en el Símbolo de Constantinopla. Durante mucho tiempo se creyó entre los estudiosos que esto tuvo lugar en el marco del magno acontecimiento del III Concilio. Es cierto que en la profesión de Fe firmada por el Rey Recaredo y la Reina Baddo, así como en el III anatematismo suscrito por los Obispos, Presbíteros y Próceres godos ex-arrianos, se recoge la doctrina del Filioque. Y, a petición del Rey, en el Canon 2 se prescribe la recitación o canto del Símbolo constantinopolitano antes del Padrenuestro en las Misas de todas las iglesias de España, praxis litúrgica que se instala por primera en la Cristiandad latina a imitación de lo que ya se venía realizando en la Cristiandad griega desde principios de ese mismo siglo VI. Pero en el Símbolo constantinopolitano que se reproduce en las actas del Concilio no aparece el Filioque, como así lo han reflejado Gonzalo Martínez Díez S. J. († 2015) y Félix Rodríguez Barbero S. J. († 2009) en su cuidada primera edición crítica de la célebre Collectio Hispana (publicada entre 1966-2002 por el C.S.I.C en 6 Tomos de 7 Volúmenes). No será hasta el VIII Concilio de Toledo del año 653 cuando se obtenga por primera vez evidencia de la inclusión de la doctrina del Filioque en el Símbolo de Constantinopla que se recitaba en las Misas visigodas, pues en sus actas se reproduce dicho Símbolo con la expresión: «credimus in Spiritum Sanctum […] ex Patre et Filio procedentem». Puesto que se afirma poco antes que ésta es la Regla de Fe tal «como la profesamos y decimos con voz unánime en las sagradas solemnidades de las Misas», se puede inferir que el Símbolo con el Filioque ya se venía recitando desde años antes, limitándose los Padres Conciliares a constatar este hecho.
En la última década del siglo VIII, en el contexto de una serie de Concilios que promovió Carlomagno contra la pintoresca herejía del adopcionismo que acaudillaban los Obispos Elipando de Toledo y Félix de Urgel, aprovechó también la ocasión para establecer, en concreto en el Concilio de Aquisgrán de 799 (esto es, un año antes de que el Papa le coronara como «Emperador de los Romanos»), la práctica de recitar el Credo (incluido el Filioque, por supuesto) en la Misa después del Evangelio (no antes del Padrenuestro, como vimos que se estableció en el rito visigodo). Desde su Capilla Palatina, se fue extendiendo esta innovación por todo el resto de la Cristiandad latina allende los Pirineos, llegando a su vez sus ecos hasta la Cristiandad oriental y, particularmente, a los oídos de un Focio que en la 2ª mitad del siglo IX la utilizará como arma principal para su rebelión.
Los Papas, aunque no pusieron reparos a esta novedad, sin embargo se resistieron a introducirla en su liturgia romana. Para esto habrá que esperar hasta principios del año 1014, cuando el Emperador del Sacro Imperio Enrique II El Santo, tras ser coronado por el Papa Benedicto VIII, recomendó al Sumo Pontífice, en un Sínodo celebrado pocos días después en Roma, la introducción de la recitación del Credo (que incluía, claro está, el Filioque) en la Misa romana. Parece ser que el santo Emperador insistió mucho hasta que el Papa quedó convencido de adoptar el hábito de la liturgia franca, aunque no está del todo claro cuándo realmente llegó a hacerse efectiva. Sólo tenemos constancia de que ya se celebraba así en tiempos del Papa San Gregorio VII (1073-1085). Entre las medidas de su reforma gregoriana, se encontraba la imposición de la liturgia romana en toda la Cristiandad latina, incluyendo la Península. La liturgia romana, al adoptar la costumbre franca, recitaba el Símbolo después del Evangelio, y así se estableció también en las Españas, sustituyendo a la praxis del rito visigodo que –como dijimos– lo cantaba antes del Padrenuestro.
Félix M.ª Martín Antoniano
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