Tras la ruptura de los griegos con Roma en 1054, fueron numerosos los intentos de los Sumos Pontífices por aclarar los conceptos y despejar todas las injustas recriminaciones de los disidentes orientales a fin de restablecer su reincorporación a la unidad de la Iglesia Católica. Cabe señalar como una de las primeras tentativas el Concilio que el Papa Urbano II convocó en Bari en 1098 y en el que se distinguió San Anselmo de Canterbury (principal fundador de la Primera Escolástica o Escolástica medieval) en la exposición de la ortodoxia acerca del Filioque frente a los representantes griegos que allí asistieron. A instancias del Papa, San Anselmo recogería esta doctrina en su tratado Sobre la procesión del Espíritu Santo (1101).
Hay que subrayar que a día de hoy realmente no hace falta profundizar más en las discusiones sobre la controversia del Filioque y otras cuestiones griegas subordinadas, ya que todas ellas quedaron definitivamente aclaradas y solucionadas en dos Concilios Ecuménicos con el asenso y aprobación de los propios orientales. El primero de ellos es el II Concilio de Lyon (XIV Ecuménico, 1274). Situándonos en contexto, la Cuarta Cruzada promovida a fines del siglo XII contra los mahometanos acabó finalmente en el saco de Constantinopla de 1204 y la creación del Imperio latino de Constantinopla. Esta situación favoreció que los Emperadores bizantinos, que trasladaron su Corte a Nicea, fomentaran una serie de contactos con los Sumos Pontífices con vistas a un retorno a la unidad. A pesar de la recuperación de Constantinopla en 1261 por el Emperador bizantino Miguel VIII Paleólogo (1261-1282), éste quiso continuar las conversaciones con Roma, que culminarían con la celebración del antedicho Concilio Ecuménico. En ese marco previo al Concilio, el Papa Urbano IV encargó a Santo Tomás de Aquino un Informe teológico sobre un Libelo que había sido compuesto por un clérigo de la Cámara Apostólica, Nicolás de Durazzo, y que había servido de base para las discusiones con los griegos. Fue así como Santo Tomás redactó su opúsculo que en los catálogos posteriores de sus obras aparece bajo el título Tratado contra los errores de los griegos (1263), el cual lo dedica magistralmente casi en exclusiva a todo lo relacionado con el Filioque. Cuando se convocó el Concilio, Santo Tomás fue invitado a participar y allí se encaminó con su Tratado bajo el brazo desde su Nápoles natal, pero le sorprendió la muerte en la Abadía de Fossanova. Sí pudieron, en cambio, asistir y participar los otros dos grandes teólogos del momento, San Alberto Magno († 1280), y San Buenaventura, que falleció dos días antes de la última Sesión de clausura. En la segunda Sesión se aprobó una Constitución en la que se proclamaba: «Confesamos con fiel y devota profesión que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, no como de dos principios, sino como de un solo principio; no por dos espiraciones, sino por una única espiración; esto hasta ahora ha profesado, predicado y enseñado, esto firmemente mantiene, predica, profesa y enseña la sacrosanta Iglesia Romana, madre y maestra de todos los fieles; esto mantiene la sentencia verdadera de los Padres y Doctores ortodoxos, lo mismo latinos que griegos. Mas, como algunos, por ignorancia de la anterior irrefragable verdad, han caído en errores varios, nosotros, queriendo cerrar el camino a tales errores, con aprobación del Sagrado Concilio, condenamos y reprobamos a los que osaren negar que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, o también con temerario atrevimiento afirmar que el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo como de dos principios y no como de uno». Finalmente, en la cuarta Sesión el Emperador Miguel suscribió una Profesión de Fe católica en el que se rechazaban los errores griegos. Por desgracia, esta unión fue efímera pues sólo duró hasta la muerte de este Emperador bizantino, ya que su inmediato sucesor alzó de nuevo el estandarte de la sedición religiosa anticatólica.
El segundo Concilio en que se restableció la unidad de los griegos con la Iglesia fue el de Basilea-Ferrara-Florencia-Roma (XVII Ecuménico, 1431-1445, sólo parcialmente válido para las Sesiones de Basilea). El Emperador Juan VIII Paleólogo (1425-1448), apremiado por la amenaza turca, apoyó de nuevo la vuelta a la unión con Roma. En la comisión griega encargada de las discusiones, cabe mencionar al metropolitano de Rusia, Isidoro de Kiev, como uno de los más entusiastas por la unión. El 5 de julio de 1439 fue finalmente firmada por casi todos los comisionados griegos, y promulgada al día siguiente, la Bula de unión Laetentur Caeli, que, en lo que respecta al Filioque, decía: «En el nombre de la Santísima Trinidad, del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, con aprobación de este Sagrado Concilio Universal de Florencia, definimos que por todos los cristianos sea creída y recibida esta verdad de fe y así todos profesen que el Espíritu Santo procede eternamente del Padre y del Hijo, y del Padre y del Hijo juntamente tiene su esencia y su ser subsistente, y de uno y otro procede eternamente como de un solo principio, y por una única espiración; declaramos que lo que los Santos Doctores y Padres dicen de que el Espíritu Santo procede del Padre por el Hijo, tiende a esta inteligencia, para significar por ello que también el Hijo es, según los griegos, causa, y, según lo latinos, principio de la subsistencia del Espíritu Santo, como también el Padre. Y puesto que todo lo que es del Padre, el Padre mismo se lo dio a su Hijo unigénito al engendrarLe, fuera de ser Padre, ese mismo proceder el Espíritu Santo del Hijo, el mismo Hijo lo tiene eternamente del Padre, de quien es también eternamente engendrado. Definimos además que la adición de las palabras Filioque fue lícita y razonablemente puesta en el Símbolo, en gracia de declarar la verdad y por necesidad entonces urgente».
La ulterior caída del Imperio bizantino en manos de los turcos en 1453, hizo que la unión fuera una vez más de carácter fugaz. No obstante, quedó asentada para lo sucesivo la ortodoxia dogmática que habrá de servir de único fundamento para la conversión futura de Rusia –y a fortiori de cualquier otra nación en la que predomine una comunidad greco-heterodoxa– a la verdadera Religión, conversión de la cual ya tenemos como primicias el ejemplo de los católicos rutenos de Ucrania, fieles desde finales del siglo XVI al dogma católico y a Roma sin perjuicio de sus lícitas peculiaridades canónicas en materia litúrgica y disciplina eclesial.
Félix M.ª Martín Antoniano
Deje el primer comentario