Cuenta la Madre concepcionista que Lucifer, tras la creación angélica, se vio a sí mismo «con mayores dones y hermosura de naturaleza y gracias que los otros ángeles inferiores. En este conocimiento se detuvo demasiado; y el agrado que de sí mismo tuvo le retardó y entibió en el agradecimiento que debía a Dios, como a causa única de todo lo que había recibido». Si se considera que, las palabras que el Profeta Ezequiel dirige en el Capítulo 28 contra el Rey de Tiro, se aplican también a Lucifer, se puede afirmar que éste, en la jerarquía angélica, pertenecía al orden de los Querubines, el segundo más alto. Teniéndose esto en cuenta, la Abadesa del convento de Ágreda especifica a su vez que «el primer ángel que pecó fue Lucifer, como consta del Capítulo 14 de Isaías [cuyas palabras, aunque van dirigidas al Rey de Babilonia, también se aplican al mismo Luzbel], y éste indujo a otros a que le siguiesen; y así se llama Príncipe de los demonios, no por naturaleza, que por ella no pudo tener este título, sino por la culpa. Y no fueron los que pecaron de sólo un orden o jerarquía, sino de todas cayeron muchos».
La antes mencionada autocomplacencia de Lucifer todavía no constituía pecado, pero le predispuso a incurrir en un desordenado amor de sí mismo cuando Dios de inmediato pasó a manifestar a los ángeles el fin para el que los había creado: fin cuya aceptación o rechazo habría de fijar definitivamente la inclinación de la voluntad de los ángeles, confirmando la gracia original de los obedientes con la de la Gloria, y privándoles de toda ella a los rebeldes para siempre. Primero, Dios les dio inteligencia de su ser Uno y Trino y les dio precepto de que le adorasen. A este mandato, apunta la religiosa de Ágreda, todos obedecieron y se rindieron, si bien «Lucifer se rindió por parecerle ser lo contrario imposible», y como de mala gana. Segundo, Dios les dio inteligencia de la futura creación de los hombres, y de la unión hipostática de la Segunda Persona de la Trinidad con la naturaleza humana, y les prescribió que a esta hipóstasis Dios-hombre «habían de reconocer por cabeza, no sólo en cuanto Dios, pero juntamente en cuanto hombre, y le habían de reverenciar y adorar». Aquí fue cuando pecó Lucifer, quien «con soberbia y envidia resistió [el precepto] y provocó a los ángeles, sus secuaces, a que hicieran lo mismo, como de hecho lo hicieron, siguiéndole a él y desobedeciendo al divino mandato. Persuadióles el mal Príncipe que sería su cabeza y que tendrían principado independiente y separado de Cristo».
Ya había empezado, bajo permisión divina, la gran batalla en el Cielo entre los ángeles buenos y los malos, cuando Dios presentó su tercer y último precepto: «que habían de tener juntamente [con el Verbo humanado] como superiora a una mujer, en cuyas entrañas tomaría carne humana este Unigénito del Padre; y que esta mujer había de ser su Reina y de todas las criaturas y que se había de señalar y aventajar a todas, angélicas y humanas, en los dones de gracia y gloria». Contra este último precepto y misterio, «Lucifer y sus confederados […] se levantaron a mayor soberbia y desvanecimiento; y con desordenado furor apeteció para sí la excelencia de ser cabeza de todo el linaje humano y órdenes angélicos y que, si había de ser mediante la unión hipostática, fuese con él».
Al tiempo que Dios intimaba su último mandato a los ángeles, les mostró a la Santísima Virgen en una señal que apareció en el Cielo. Esta señal, junto con la gran batalla, son las que aparecen descritas por el Apóstol San Juan en el Capítulo 12 del libro del Apocalipsis. La Venerable María de Jesús dedica, a continuación, varios Capítulos a comentarlo versículo a versículo. En relación a la batalla, indica que «los ángeles buenos conocieron la justa indignación del Altísimo contra Lucifer y los demás apóstatas, y con las armas del entendimiento, de la razón y verdad peleaban contra ellos», es decir, contra sus blasfemias. En el campo de los ángeles obedientes confirmados en gracia, sobresalió en la defensa del honor divino San Miguel, perteneciente al segundo orden más bajo de la jerarquía angelical, la de los Arcángeles, quien desde aquel memorable día mereció el título de Príncipe de la milicia celestial. Las «razones» blasfemas de Lucifer, reducidas a su consigna del Non serviam, las transcribe de su «boca» la Venerable de Ágreda de este modo: «Injusto es Dios en levantar a la humana naturaleza sobre la angélica. Yo soy el más excelente y hermoso ángel y se me debe el triunfo; yo he de poner mi trono sobre las estrellas y seré semejante al Altísimo y no me sujetaré a ninguno de inferior naturaleza, ni consentiré que nadie me preceda ni sea mayor que yo». A ellas replicó San Miguel con su divisa Quis ut Deus (que desde entonces le pertenece como nombre propio) mediante las siguientes palabras, conforme son recogidas también por la Abadesa concepcionista: «¿Quién hay que se pueda igualar y comparar con el Señor que habita en los Cielos? Enmudece, enemigo, en tus formidables blasfemias y, pues la iniquidad te ha poseído, apártate de nosotros, oh infeliz, y camina con tu ciega ignorancia y maldad a la tenebrosa noche y caos de las penas infernales; y nosotros, oh espíritus del Señor, adoremos y reverenciemos a esta dichosa mujer, que ha de dar carne humana al eterno Verbo, y reconozcámosla por nuestra Reina y Señora». San Miguel impuso a Lucifer los nuevos nombres de dragón, serpiente, diablo y Satanás (que significa «adversario»), y, despojado de su antigua hermosura de luz y convertido en monstruo, fue arrojado junto con sus ejércitos al fondo de la Tierra por el Santo ángel.
Teniendo todo esto presente, no es de extrañar que León XIII instituyera en 1884 la oración a San Miguel Arcángel, un exorcismo que debía recitarse obligatoriamente después de la Misa en la liturgia tradicional. Esta oración termina implorando a San Miguel que vuelva a repetir la misma hazaña con la que terminó su gran victoria contra el diablo: «Y tú, Príncipe de la milicia celestial, arroja al Infierno con el divino poder a Satanás y a los demás espíritus malignos que andan dispersos por el mundo para la perdición de las almas». Representa un arma poderosa contra el enemigo, sobre todo en estos tiempos nuestros que corren, pues, como dice San Pablo, «no es nuestra lucha [solamente] contra [hombres] de carne y sangre, sino contra los Principados y Potestades, contra los adalides de estas tinieblas del mundo, contra los espíritus malignos [esparcidos] en los aires» (Ef 6, 12; Vulgata, edición traducida de Félix Torres Amat, 1832).
Félix M.ª Martín Antoniano
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