Como ya he tenido ocasión de explicar, me entusiasman, particularmente, las escenas de redención pública, o comunitaria, en las que un grupo más o menos numeroso de gentes bien decide volver a acoger en su seno a un apestado, lo haya sido éste por razones legítimas o no. Me gusta, mucho, la escena final de El hombre tranquilo, en la que todo un vecindario rabiosamente católico se conjura, capitaneado por el clero local, para fingir, por unos instantes, que son todos protestantes y acoger con un teatral triunfo al «obispo» de la «Iglesia de Irlanda» que está de visita canónica. Todo ello con la manifiesta intención de que el susodicho prelado mantenga en su puesto al Reverendo Sr. Playfair quien, a Dios gracias, no está teniendo éxito alguno en su labor de conversión. Pero es un pilar moral de la sociedad de Innisfree y el vecindario rabiosamente católico, con el clero a la cabeza, quieren que se quede en el pueblo. Con la quizá menos manifiesta pero, para mí, no menos clara intención de que acabe por convertirse.
¿Visualizan la escena? Pues, olvídenla; hoy no vamos a hablar de ella (a pesar de que, con éste, ya van dos homenajes…).
Hoy nos interesa una escena más discreta, pero mucho más solemne. La de un entierro. La del entierro de una mujer de muy mala vida a la que se le supone una arrepentida conversión en sus últimas horas, en una mala fonda de un puritano pueblo de Kentucky en plena campaña electoral. Nadie en el pueblo se atreve a organizar un sepelio. Nadie salvo el juez Billy Priest, que se presenta a la reelección, con ya pocas opciones de cosechar la victoria por sus posiciones abiertamente laxistas en materia de consumo de bebidas alcohólicas, su pasado como oficial del Ejército de la Confederación, su defensa de la presunción de inocencia (y, en particular, de la presunción de inocencia de los negros), entre otros méritos. Quizá por eso, porque ya no le queda nada que perder, decide gastar sus últimos cartuchos de respeto ciudadano encargándose personalmente de organizar el entierro de una de esas mujeres que nos precederán en el Reino de los Cielos (lo digo por si se nos olvidaba).
La fúnebre comitiva entra por la calle principal del pueblo en medio de risas, gritos y burlas que, poco a poco, comienzan a acallarse. El Juez avanza, solemne pero no angustiado; con gesto grave pero sin preocupación; con la expresión serena de quien sabe que está haciendo lo correcto y, al mismo tiempo, lo que sabe que todos o casi todos los viandantes consideran como escandalosamente grave. La comitiva sigue avanzando, con el carruaje que porta el féretro y con otro en el que avanzan, ellas sí con gesto algo acongojado, las compañeras de profesión de la difunta. Los amigos y antiguos compañeros de armas del Juez Priest comienzan a abandonar sus puestos de asistentes contemplativos a la escena (e incluso sus puestos de trabajo) y, resignados a perder el poco respeto de que aún gozan entre sus conciudadanos, se unen a la procesión. Hasta ahí, nada que no pueda explicarse recurriendo a la amistad y a la lealtad.
Mucho más emocionante resulta que el viejo oficial del Ejército Yanqui, antiguo enemigo y aún hoy, en cierto modo, «rival» del Juez Priest, con su uniforme y todo, decida él también formar parte del cortejo; el mismo personaje que, por razones evidentes y aunque lo lamente mucho, «no puede votar por el Juez Priest». Dos señoronas, de esas de las que cantaba Cecilia, marujean con la presidenta del Club de Mujeres local, una empingorotada y muy solemne matrona del sur: «Después de esto, ya nadie se atreverá a aparecer en público junto a Billy Priest», dice la una, a lo que la otra asiente con vehemencia. La mencionada presidenta, sin decir sí ni no, deja a ambas con la palabra en la boca y se apresura a unirse a los demás, tomada del brazo del oficial yanqui. La comitiva llega, al fin, a la única iglesia que ha tenido a bien aceptar hacerse cargo de las exequias de la desventurada: la simplicísima, paupérrima y destartalada «iglesia de los negros», a las afueras de la ciudad.
En fin, cuando el oficio está a punto de comenzar, tiene lugar otra escena de la que ya ha sido cuestión en esta columna; en un ejemplar acto de gallardía y de caridad, el viejo general que lleva décadas recluido en su mansión, el antiguo superior de Billy Priest y sus camaradas, el indignado y deshonrado padre cuyo único hijo, muerto en la guerra, cometió el imperdonable escarnio de engendrar una hija con la difunta, el último hombre, quizá, del que se podría esperar que arriesgara su intachable reputación en un asunto tan turbio y tan criticado por los puritanos burgueses de Kentucky; «el General», en suma, como para darle un relieve casi regio al acontecimiento, hace una discretísima y humilde entrada en la iglesia pare rezar, como un feligrés más, por aquella alma pecadora.
La analogía no es evidente y no deja de tener defectos, pero confío en que la compartan. Tiene defectos, porque el acto subversivo de que se trata no fueron las exequias de una mujer de mala vida, sino la «operación supervivencia» de la Tradición católica; pero es análoga porque también muchos puritanos la consideraron como un ataque injustificable a las buenas costumbres de la sociedad civilizada.
La analogía no es evidente, porque en lugar de en un puritano pueblo de Kentucky, tuvo lugar en un apartado rincón del Valais. Pero existen semejanzas, porque tampoco pudo llevarse a cabo en ninguna iglesia oficialmente reconocida, sino en una enorme carpa en mitad de un prado.
La aproximación sigue estando justificada, porque el gesto en sí fue de una inmensa y desinteresada caridad, de alguien que quiso contribuir de manera decisiva (y en esto, el caso que nos ocupa lo es muchísimo más que el ejemplo fílmico) al bien común de sus semejantes, aunque ello le costara acabar con lo poco de reputación que le quedaba. El acontecimiento supuso tener que desobedecer a los hombres e, incluso, defraudar algunas expectativas excesivamente pedestres para obedecer a Dios y, así, llevar a cabo un acto casi heroico —al menos, en vista de las circunstancias— por el bien de un alma (en Kentucky) y de quizá cientos de miles (en Valais). Pese a la palmaria e injusta incomprensión y persecución que venía sufriendo y que sólo iría a peor, el Billy Priest de Valais también contó con el discreto apoyo de la mayoría de sus amigos y antiguos colaboradores, de algunos destacados personajes que se le adhirieron por honestidad intelectual más que por amistad y, sobre todo, con la discretísima y humilde presencia de un caballero en particular que, quizá, se presentó allí con el providencial designio de darle a la ceremonia un relieve, esta vez sí, regio.
El 30 de junio de 1988 el indeseable Marcel Lefebvre consagró cuatro obispos que aseguraran la pervivencia de «su» obra, que no era otra que la continuación del sacerdocio, de la Misa y del Catecismo tal y como la Iglesia los había transmitido sin modificaciones sustanciales desde que los recibiera de Nuestro Señor. Y, como muestran claramente los vídeos de la ceremonia, ocupando un lugar discreto pero, no obstante, de honor, allí se hallaba también, sin temor a poner por ello en entredicho su propia reputación, el Señor de Lignières.
«Después de esto ya nadie querrá asociarse en público con Lefebvre y la FSSPX».
Bueno… Al menos el Rey, sí.
G. García-Vao
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