El autor ruega al amable lector (que el autor considera como real como hipótesis de trabajo) que aguarde pacientemente al final de esta serie de tres artículos antes de ofrecer sus consideraciones, críticas, amenazas de muerte o de eterna damnación.
Casarse está muy bien; caso contrario el Señor no habría elevado un contrato civil de derecho natural a la categoría de Sacramento. Pero lo hizo, lo cual ha generado no pocos quebraderos de cabeza a los teólogos desde hace veinte siglos.
La simpática, pero siniestra La Novia cadáver, del siniestro pero simpático Tim Burton ofrece una serie de interesantes lecciones sobre el matrimonio que merecerían un comentario largo y pausado. Uno de los ejes argumentales de la película es el proyectado matrimonio entre el melancólico hijo único de una acaudalada familia de burgueses venidos a más y la melancólica única hija de una aristocrática familia venida a menos. Se llaman Víctor y Victoria, para más paralelismos.
En la genial escena, casi de zarzuela, que abre la película, en la que ambas parejas de padres expresan musicalmente su preocupación por el buen desarrollo del «ensayo general» de la boda, vemos en un momento dado a la joven Victoria expresar sus dudas acerca de un matrimonio tan manifiestamente de conveniencia:
«― Y, ¿qué pasa si Víctor y yo no nos gustamos?»
Su noble y aristocrática mamá le responde, no sin cierta acritud:
«― ¿Acaso crees que tu padre y yo nos gustamos?
― ¡Claro que sí! ―replica la ingenua prometida― Al menos, un poquito…
― ¡Por supuesto que no! ―responden a coro sus ilustres progenitores (dejando quizás patente, por el hecho mismo, que un poquito, sí…)».
Es una verdad universalmente reconocida que un prometido y su prometida deben quererse antes de contraer matrimonio. Y, desde hace unas cuantas décadas, es una verdad universalmente reconocida, porque se deduce de la anterior como en un perfecto silogismo, que, si llega a faltar el amor entre los esposos, el matrimonio pierde su razón de ser y, por tanto, el divorcio puede ser legítimo. Son dos verdades universalmente reconocidas y, también, falsas: el amor no es en absoluto un requisito del matrimonio y, por ende, su falta no enerva en absoluto la legitimidad del contrato matrimonial. Decir lo contrario no sólo se opone a la moral católica, también es una estupidez.
El matrimonio es un contrato, es decir, un acuerdo de voluntades con eficacia jurídica. Así dicho parece como muy frío, muy legalista y muy alejado de la imagen tradicional del matrimonio que la mayoría de la gente tiene en la cabeza, y está muy bien que así sea. La imagen comúnmente aceptada del matrimonio es la que ofrecen los filmes de la Disney, en los que intervienen aves canoras, vestidos suntuosos y tonalidades pastel de gusto bastante relativo. Nuestra tesis, en las semanas por venir, es que resulta extremadamente preferible (máxime en los tiempos que corren), pecar por defecto, por defender una concepción estrictamente legalista y jurídica del matrimonio que pecar por exceso y convertir el venerable y santo rito de la Iglesia en una especie de bendición divina de una pura y simple exaltación sentimental más o menos compartida.
Como el matrimonio es un contrato, y no un sentimiento compartido, está regulado por leyes. Y como pretendemos hablar del matrimonio en tanto Sacramento y no en tanto algo que se análoga más o menos a la compraventa de una parcela con vistas al mar, la ley que nos ocupa es el Código de Derecho Canónico. Creemos que huelga explicar por qué ceñiremos nuestro análisis o crítica o examen o como quieran Vds. llamarlo, al matrimonio canónico, pero, por si acaso: lisa y llanamente porque como afirma el venerable Código, entre bautizados no puede haber contrato matrimonial válido que, por el mismo hecho no sea sacramento[1]. Dicho en otras palabras, el «matrimonio» civil no debería ni nombrarse entre bautizados; y como me dirijo a bautizados, no diré sobre este punto una palabra más.
La claridad conceptual del Código merece que citemos el canon 1081 en su integridad:
- 1. El matrimonio lo produce el consentimiento entre personas hábiles según Derecho, legítimamente manifestado; consentimiento que por ninguna potestad humana puede suplirse.
- 2. El consentimiento matrimonial es el acto de la voluntad por el cual ambas partes dan y aceptan el derecho perpetuo y exclusivo sobre el cuerpo, en orden a los actos que de suyo son aptos para engendrar prole.
El amor, como puede observarse a simple vista, no forma parte, ni por pienso, de las condiciones de validez del matrimonio. Dicho en otras palabras: puede uno, perfectamente, casarse sin amor. El amor, si es requisito de algo, quizá lo sea para un buen matrimonio y es casi seguro que resulta indispensable para un matrimonio feliz. Pero el matrimonio, sin epítetos, no tiene su fundamento, en absoluto, en el amor.
Es más, precisamente eso es lo que hace al matrimonio entre católicos (si, como decía Santo Tomás Moro, además de emparejarse, se emparejan en Él) fuerte contra toda dificultad: que no se basa en los torpes y efímeros sentimientos humanos. Otra cosa es que el amor esté presente, que sea deseable que así sea y que, en cierto modo (¡pero sólo en cierto modo!), pueda decirse que el amor entre esposos sea una de las finalidades de la vida conyugal. No se puede decir que sea uno de los fines del matrimonio en sentido estricto porque estos, en la medida en que se trata de un contrato regulado por el Derecho, también están prefijados por el Derecho.
En cierta ocasión, un buen amigo mío, materialista filosófico él, me dijo que le resultaba perfectamente imposible creer en el matrimonio católico que, en su opinión, se fundaba en una imposibilidad psicológica insalvable, a saber: la promesa de amar a otra persona hasta que la muerte los separe. Es perfectamente imposible saber si, de aquí a cincuenta años, me decía, yo seguiré en la misma disposición de ánimo o, incluso, si mi cónyuge seguirá siendo el mismo que es hoy. Es cierto que las personas cambian y no siempre a mejor y es perfectamente justa y acertada la crítica, pues es imposible comprometerse, con eficacia jurídica, sobre futuros que son, de suyo, contingentes y sobre los que, además, no tenemos manera de influir de manera determinante. Enamorarse no obedece a una resolución racional y, por lo mismo, perseverar en el amor, tampoco. Enamorarse no es un puro sentimiento, pero tampoco es un puro acto de voluntad, ni de razón. No, le concedí: es imposible prometer válidamente amar a alguien durante el resto de nuestras vidas.
Resulta del todo imposible, amén de temerario, hacer una promesa semejante. Por eso la Iglesia jamás ha exigido una promesa semejante como condición de validez del matrimonio. Habida cuenta que, durante la mayor parte de la historia humana, los matrimonios han sido concertados por los padres de los contrayentes y que estos, muy a menudo, se conocían el día del enlace (sin que tal cúmulo de despropósitos políticamente incorrectísimos y contrarios al más elemental sentido del romance enervase en lo más mínimo la eficacia del contrato matrimonial), resultaría estúpido en grado superlativo que la Iglesia preguntase a dos personas que se acaban de conocer (y que, por tanto, como resulta patente, no pueden, en respecto alguno, amarse) si prometen amarse durante el resto de sus vidas. Por eso, lo que el Rituale Romanum (los materialistas filosóficos conocen muy bien muchas cosas, pero no las cosas más importantes) pregunta a los esposos no es si prometen amarse, sino si se otorgan el uno al otro el derecho arriba mencionado y si se aceptan por esposos. La Iglesia, al menos hasta el Concilio Vaticano II, no pretendía imponer a sus hijos tareas imposibles.
Puesto que el amor no legitima en modo alguno el matrimonio en cuanto tal, su ausencia, su falta, su desaparición, no puede de ninguna manera servir de justificación a la ruptura del matrimonio. Por supuesto que hay muchísimas más cosas que decir sobre este tema, por eso les invitamos a que continúen la lectura la semana que viene, antes de acusarnos de tener un Código Civil en lugar de corazón. Pero tomemos como punto de partida en nuestro estudio del matrimonio en Dios y para la eternidad con el acta de defunción del conyugalismo cursi de las películas de princesas:
«― ¡Claro que debéis de gustaros! Al menos, un poquito…
―¡Por supuesto que no! Y no hace ninguna falta.»
[1] Can. 1012, §2
G. García-Vao
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