La presencia de Lefebvre

Arzobispo Marcel Lefebvre. Foto FSSPX/HSSPX

Texto de la presentación de Rafael Gambra previa a una conferencia dada por el Arzobispo Marcel Lefebvre el 8 de Marzo de 1978 en Madrid, y que fue reproducido en la revista ¿Qué Pasa?, en la página 13 de su nº 630 correspondiente a la primera quincena de Abril de 1978.

La presencia de Lefebvre

Por Rafael Gambra

Por segunda vez honra nuestras páginas la ilustre pluma de Rafael Gambra, quizás la figura más destacada del actual pensamiento español y a quien desde aquí queremos hacer patente públicamente nuestra más profunda gratitud por su valiosa colaboración, referida en este caso a tema tan importante y actual como el de su introducción a la conferencia pronunciada el pasado día 8 de Marzo por Monseñor Marcel Lefebvre, en el hotel Sideral de Madrid, bajo el título «La crisis universal de fe y autoridad».

Ante la presencia entre nosotros de Monseñor Marcel Lefebvre sólo cabe expresar la bienvenida que le tributa y el gozo que experimenta esta parte de la antigua Cristiandad, desorientada y abatida como todas, y deseosa de una palabra de verdadera fe católica. Nada resultaría más osado que intentar presentar ante vosotros a quien es ya universalmente conocido y famoso: a quien para algunos dentro de la Iglesia es un remordimiento vivo, para otros, una esperanza, y para los no católicos, una curiosidad: la del único católico a quien se aplican penas canónicas precisamente por permanecer fiel a la doctrina y a la disciplina de la Iglesia en unos tiempos en que todo desorden es en ella tolerado y aun glorificado.

Monseñor Lefebvre es ya famoso en todo el mundo y pasará a la Historia aun en contra de su voluntad y su deseo, aun con independencia de sus muchos valores personales. Simplemente por haber sabido decir que no bajo el dictado de su conciencia y haber abrazado el camino del deber con todas sus consecuencias. Porque hemos llegado a la época pronosticada por Nietzsche en la que «hacerse abogado de la norma se convierte en la forma suprema de grandeza». O a aquel siglo en que –en frase de Gustave Thibon– «por reinar el conformismo del absurdo y del desorden, el ídolo de la revolución permanente, nada resulta más nuevo ni tan insólito como predicar el retorno a la fe y defender la naturaleza y la tradición».

«Yo acuso al Concilio»

La voz de Monseñor Lefebvre ya se dejó oír en el Concilio a pesar de la inmensa dificultad de reaccionar con oportunidad y prontitud en aquella asamblea multitudinaria –autotitulada «pastoral»–, en medio de una confusión de lenguas, manipulada sutilmente desde su origen, y cuyos textos hábiles y dosificados ocultaban el germen de la «conversión al mundo», del «ecumenismo pluralista» y de la titulada «libertad religiosa». Precisamente el libro cuya traducción castellana se presenta hoy –«¡Yo acuso al Concilio!»– recoge aquellas clarividentes intervenciones de Monseñor, rápidamente desechadas por quienes manejaban los hilos secretos de aquella inmensa encerrona.

Los «frutos del Concilio» pronosticados por Monseñor Lefebvre se manifestaron prontamente con virulencia aún mayor que la sospechada. Pocos meses después de su clausura no hubo ya dogma, sacramento, canon o costumbre de la Iglesia que no se viera «contestada» en nombre precisamente del Concilio o de la «línea del Concilio». El desmedulamiento de la disciplina y de la liturgia eclesiásticas ha sido desde entonces vertiginoso. En España esta acción destructora del post-concilio ha sido especialmente eficaz y dramática, precisamente por la decisiva influencia del catolicismo en la génesis de su nacionalidad, por la influencia que todavía tenía el clero en su ambiente y por el bien que las almas recibían de modo casi inconsciente y gratuito de la unidad católica, al ser conducidas por la fe de Cristo desde la cuna a la sepultura. En mi profesión docente puedo testificar que el daño inferido a la fe de las nuevas generaciones ha sido en estos diez últimos años superior al que pudo haber realizado en el siglo VIII la gran invasión agarena sobre la Península.

Pío X y Lefebvre

Siempre he visto en Monseñor Lefebvre una imagen de lo que en sus días fue Pío X. El «sentido de la fe» los une en una misma clarividencia y en una común firmeza. Pío X vio la extrema peligrosidad que para la fe católica y para la Iglesia podrían tener el conjunto de doctrinas llamadas en su época «modernismo», coincidentes en su esencia con lo que años después, en nuestros días, conocemos por «progresismo religioso». Según ellas, ninguna religión posee el depósito de la verdad, sino sólo un germen de la revelación primitiva otorgada al género humano, y es su evolución o desarrollo lo que las conducirá convergentemente a una meta-religión futura que será la religión común de la Humanidad, religión plenamente racional y ecuménica. El catolicismo auténtico no deberá considerarse más que un adelantado o pionero de ese «aperturismo» y «progresismo» de las religiones.

Pío X vio en esa teoría «el resumen y el germen de todas las herejías», y no sólo la condenó, sino que estableció para todas las ordenaciones sacerdotales, consagraciones episcopales y posesiones de cátedras eclesiásticas el «juramento antimodernista» por el que los clérigos católicos se comprometen a luchar hasta el final contra tales doctrinas. Ese juramento ha perdurado hasta su supresión en el actual pontificado. Fue, sin duda, esa clarividencia profética y esa firmeza lo que llevó a Pío X a los altares y a constituir la primera figura histórica del pontificado de los últimos siglos.

La Santa Misa

Pero es en lo referente a la Santa Misa donde con mayor claridad y gravedad se han revelado las consecuencias del modernismo o progresismo, y esto no ha ocurrido hasta nuestros días con el nuevo «Ordo Misae» o nuevo rito de la Misa post-conciliar. Y ello precisamente porque la Misa es el centro o el corazón mismo del culto y de la religión católica. Se ve aquí que no existe doctrina o apostasía más grave que ésta y cómo supera a cualquier herejía del pasado o del futuro: porque si alguien negare (por ejemplo) la Asunción de María, no por eso dejará la Virgen de haber sido asunta a los Cielos, o si alguien negare la Trinidad, no por ello dejará Dios de ser Uno y Trino. Pero si alguien negare la Transustanciación y alcanzare a persuadir de ese error a todos los Sacerdotes, la Transustanciación misma como hecho real desaparecería y se perdería así el nexo vivo entre Dios y los hombres y la fuente principal de la gracia. Camino para este fin es un nuevo rito de la Misa, realizado con la colaboración de protestantes convocados como tales, que tiende a dar un tono narrativo a las palabras consacratorias y a acentuar el carácter meramente conmemorativo.

Es en este punto, lo más sagrado de su fe, donde Monseñor Lefebvre supo oponer su firme negativa, esto es, el testimonio de su lealtad a la fe recibida. No lo hizo, sin embargo, con una abierta rebeldía, sino, santa y silenciosamente, entregándose a la formación de Sacerdotes conscientemente leales a su fe y al rito ancestral y verdadero de la Santa Misa. Fueron emisarios del «ecumenismo» oficial en el post-concilio quienes se dirigieron inquisitorialmente hacia él prohibiéndole su labor o imponiéndole el nuevo Ordo Misae. Porque, al igual que los demócratas admiten toda opinión menos aquella que afirma una verdad distinta de la opinión humana, así el ecumenismo admite verdad y fraternidad en cualquier secta o grupo religioso, pero las niega a quienes afirmen la verdad única, inconmovible de la Santa Iglesia Católica. Monseñor Lefebvre respondió con el tradicional y respetuoso «se obedece, pero no se cumple» y continuó su callada obra de formación sacerdotal.

Dos Iglesias y un Papa

Nos encontramos así hoy ante un cisma en la Iglesia inverso al que fue en la Edad Media el Cisma de Occidente o de Aviñón: si allá hubo una Iglesia con dos Papas (o tres en algún momento), hoy tenemos dos Iglesias con un solo Papa. Dos Iglesias antitéticas, inconciliables. Frente a nosotros, y con cierto aspecto momentáneo y falaz de oficialidad, una Iglesia mundanizada, liberal, ecumenista, divorcista, demagógica y pro-marxista. Y como símbolo de la pervivencia de la única y eterna Iglesia Católica tenemos hoy entre nosotros a Monseñor Lefebvre, este varón apostólico que ha sabido expresar los dictados de su conciencia religiosa y asumir un durísimo deber del que quizá dependa nuestra fe y la de nuestros hijos y descendientes.

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